Serge Raynaud de la Ferrière

Los

Propósitos

Psicológicos

Tomo XXIX



Los Espirituales del Islam

















El Islam, como el cristianismo, no es en su constitución histórica oficial, una religión iniciática. Por tanto, existe una versión iniciática, una Gnosis del Cristianismo y del Islam.

El fenómeno “Iglesia”, tal como se ha constituido en el Occidente, con su Magisterio, sus dogmas y sus Concilios, es incompatible con el reconocimiento de sodalidades iniciáticas. Ahora bien, aunque ese fenómeno no tiene equivalente en el Islam, también aquí se produjo el choque entre el Islam oficial y los movimientos iniciáticos. Habría que estudiar comparativamente de una parte y de otra, cómo el rechazo de todas las formas espirituales, que se pueden designar por los términos de iniciatismo o de esoterismo, marca el punto de partida de la laicización y de la socialización.

Para Henry Corbin1, esa laicización o secularización tiende a algo más profundo que a la separación o no separación del “poder temporal” y el “poder espiritual”; es esa situación más bien la que hace que la cuestión se plantee y persista, cualquiera que sea la solución adoptada, ya que el hecho mismo de asociar las ideas: “poder” y “espiritual”, implica desde ahora una secularización inicial. Desde este punto de vista, el triunfo pasajero del Ismailismo con los Fatímidas fue sin duda un éxito desde el punto de vista de la historia política, pero desde el punto de vista de una religión iniciática, no podía ser más que una paradoja. El esoterismo shî’ita recurre a la idea de una jerarquía mística invisible; profundamente suya es la idea de la ocultación (ghayba) o ausencia del Imâm2. Y la idea de esta jerarquía puramente mística , en la doctrina de Ibn ’Arabî y en el Sufismo en general, lleva quizás la marca original del shî’ismo y es perfectamente viviente en nuestros días en Irán, en el Shaykhismo. Basta entonces comparar la doctrina de Averroes con su evolución hacia el averroísmo político, tal como lo representa por ejemplo Marsilio de Padua (siglo XIV), para apreciar las diferencias.

Pero, para que la secularización radical que se anuncia en la obra de Marsilio fuese posible, era necesario aún que él tuviese ante sí algo laicizable: esta realidad del poder que el sacerdote reivindica, para que finalmente se le rehusé, con el riesgo de transponer la ficción al dominio sobrenatural. Otro aspecto de esta ambigüedad ya señalada, asible y sorprendente, es el hecho de que el averroismo puede ser tanto el refugio de pensadores racionalistas, como el alimento de la Escolástica tardía en la escuela de Padua hasta el siglo XVII. Unos y otros, sin embargo, habrían sido incapaces de comprender la espiritualidad de un Ibn’Arabî como la imamología, la walâya o sacerdocio espiritual del Imâm y los suyos, iniciando al sentido esotérico, a la Gnosis de las Revelaciones.

Recordemos ante todo aquí, que los Maestros del Islam, no son solamente representantes de cierta “tradición”, ya que esos Místicos son Individualidades Espirituales que en sus obras traen una parte del resultado de su experiencia personal. No se puede negar el aporte considerable de su esfuerzo personal, tal como el de un árabe de Andalucía como Ibn ’Arabî (siglo XII) o el de los iranios como Abû Ya’qûb Sejestânî (siglo X), Sohrawardî (siglo XII), Semnânî (siglo XIV), Molla Sadrâ de Shirâz (siglo XVII), etc. que no pertenecen ni a aquello que se ha convenido en llamar “su” tiempo, ni a la ortodoxia de “su” tiempo. Aquello que se ha convenido en llamar históricamente “su” tiempo, no es su tiempo real.

Desde el mundo occidental, las cosas aparecían como si se hubiera asistido a la desaparición del avicenismo3 bajo la marea del averroismo y no se podía ni siquiera sospechar que al otro extremo del mundo islámico, en el mundo iranio, el avicenismo continuara prosperando.

Muy distintas se veían las cosas desde Irán. Allí, no habían dejado huellas ni la “destrucción de los filósofos” por Al-Ghazâlî ni la restauración del aristotelismo por Averroes, ni aun el combate de la retaguardia en el cual el filósofo de Córdoba se reveló dispuesto a sacrificar Avicena al teólogo del Islam.

El evento que sucedió al sistema de Avicena, no fue la destrucción de su neo-platonismo por un aristotélico como Averroes (el gran filósofo de Córdoba, que quiso encontrarse con Ibn ’Arabí adolescente), sino la instauración de la teosofía de la Luz (hikmat al-Ishrâq) como “sabiduría oriental” por Sohrawardî. La influencia determinante que se ejerció sobre el sufismo y la espiritualidad, no fue la de la piadosa crítica agnóstica de Ghazzalî, sino la de la doctrina esotérica de Ibn’Arabî y de su escuela.

Además, el fermento espiritual salido de la coalescencia de las dos escuelas, la del Ishrâq de Sohrawardî y la de Ibn’Arabî, va a producir una situación que trae al primer plano la cuestión de las relaciones entre el sufismo y el shî’ismo. La significación del uno y del otro en el Islam va a precisarse aclarándose recíprocamente. Se insistirá sobre el hecho de que los ascendientes genealógicos de las ramas del sufismo finalizan en uno u otro de los Santos Imames del shî’ismo, principalmente en el VI Imâm, Ja’far al-Sâdiq (m. en el 765) o en el VIII Imâm, ’Alî Rezâ (m. en el 819). Esta entrada del shî’ismo en el horizonte espiritual orienta hacia una nueva respuesta a la cuestión planteada por la presencia del sufismo en el Islam y por la interpretación sufí del Islam; ella anuncia una situación casi totalmente descuidada en nuestros días en el Occidente, capaz sin embargo de cambiar profundamente las condiciones del diálogo entre el Islam y la Cristiandad, cuando los interlocutores son Espirituales. Relacionados con este contexto, el triunfo del averroísmo en Occidente y la partida definitiva de Ibn’Arabî hacia el Oriente figuran como dos acontecimientos a los cuales Henry Corbin (en La Imaginación creadora en el Sufismo de Ibn’Arabî. Ed. Flammarion, 1958) da una significación simbólica.

Averroes fue inspirado por la idea del discernimiento de los espíritus: hay gentes a las cuales se dirige la apariencia de la letra (el zâhir) y aquellos que son aptos para comprender el sentido oculto (el bâtin). - El exoterismo y el esoterismo.

El sabe que uno desencadenaría psicosis y catástrofes sociales entregando a los primeros aquello que sólo los segundos pueden comprender. (Ese es el principio de la enseñanza secreta en Franc-Masonería.)

Todo eso está próximo a la “disciplina del Arcano” practicada en el shî’ismo ismaeliano y a la idea del ta’wîl profesada en el sufismo. Y precisamente aquello que no se considera, es que el ta’wîl no es invención de Averroes y para apreciar la manera en que él mismo lo usa, sería preciso comparar con la manera como aquel es practicado por los Esoteristas propiamente dichos. Ahora bien, el ta’wîl es esencialmente comprensión simbólica, transmutación de todo lo visible en símbolos, intuición de una esencia o de una persona en una Imagen que no es ni lo universal lógico, ni la especie sensible y que es irremplazable para significar lo que debe ser significado.

En Oriente, la situación es muy diferente, tal como resulta particularmente de la influencia de los dos maestros cuyos nombres ya han sido asociados aquí y no es que ellos hagan superfluo el nombrar a otros, sino que tipifican de la mejor manera la situación a considerar: el joven maestro iranio Shihâboddîn Yahyâ Sohrawardî (1155-1191) y el maestro andaluz Ibn’Arabí (1165-1240), compatriota de Averroes, que a la edad de 36 años tomó la resolución de partir hacia Oriente, para no regresar. La situación cambia tan completamente que desborda de inmediato el esquema con el cual uno se ha contentado por demasiado tiempo hablando de “filosofía árabe”. Se comprende que esa denominación tiene su justificación lingüística, como cuando hablamos de Escolástica “latina”. Pero entonces, ¿qué ocurre cuando debemos incorporar al marco de nuestra historia de la filosofía y de la espiritualidad, autores iranios que han dejado obras espirituales considerables y no han escrito jamás de otra forma que en persa...? Así sucede con Nâsir Khosraw (siglo XI), Azîzoddîn Nasafî (siglo XII), Afzaloddîn Kâshânî, contemporáneo del gran filósofo shî ’ita Nasîroddîn Tûsi (siglo XIII), sin olvidar que Avicena mismo era un iranio que escribía igualmente en persa.

Sohrawardi murió mártir a los 38 años en Alepo, donde se había aventurado imprudentemente, víctima de la intolerancia furiosa de los Doctores de la Ley conjugada a la de Salâhaddîn, fanático personaje que fue el Saladino de las cruzadas. Su vida, demasiado breve, le permitió sin embargo realizar un gran designio: resucitar en Irán la sabiduría de los antiguos Persas, su doctrina de la Luz y las Tinieblas.

Resulta de ello esa filosofía, o más bien -etimológicamente- esta “teosofía de la Luz” (hikmat al-Ishrâq), cuyos entrecruzamientos con muchas páginas de la obra de Ibn ’Arabí se pueden constatar. Realizando ese gran proyecto Sohrawardî tenía conciencia de instaurar esta “sabiduría oriental” que también Avicena se había propuesto y cuyo conocimiento llegó a Occidente en el siglo XIII hasta Roger Bacon.

Como tan bien lo nota H. Corbin, habría que llevar a cabo un profundo estudio comparativo de la suerte de la Gnosis en el Islam y en la Cristiandad. Se puede, por supuesto imaginar en la metahistoria, un diálogo entre los “Hermanos de la Pureza” de Basora, de lazos ismaelianos, con los Rosa-Cruz de Johann Valentín Andrea; se habrían comprendido perfectamente.

El nombre de este teólogo luterano de Wurtenberg (Alemania) está casi olvidado en nuestros días; en efecto, J. V. Andrea (1586-1654) escribió sobre todo bajo el pseudónimo de Rosencreuz, lo cual traducido del alemán ha dado “Rosa-Cruz”, de la que numerosas sectas han tomado su origen. En cuanto al monje inglés Roger Bacon (1214-1294) algunos movimientos “rosacrucianos” lo cuentan incluso entre sus miembros fundadores!... Hemos visto precedentemente todo esto en detalle (Ver en particular nuestro Propósito Psicológico No. VII); pero como sea, es evidente que los Sabios del Islam han influido en los grandes pensamientos filosóficos de Occidente.

No obstante, de la obra aviceniana no subsisten más que fragmentos. Así, Sohrawardî estimaba que Avicena, no habiendo tenido conocimiento de las fuentes de la antigua sabiduría irania, no estaba a la altura de realizar bien su proyecto. Los efectos de la teosofía sohrawardiana de la Luz se harán sentir en Irán hasta nuestros días. Uno de sus trazos esenciales es hacer indisociables: filosofía y experiencia mística; una filosofía que no finaliza en una metafísica de éxtasis es vana especulación; una experiencia mística que no se apoya sobre una formación filosófica sólida está amenazada con perderse y degenerar.

Los héroes extáticos de esta “teosofía oriental” de la Luz son Platón, Hermes, Kay-Khosraw, el profeta iraniano Zarathustra y el profeta árabe Muhammed. Por la conjunción de Platón y Zarathustra (Zoroastro), Sohrawardî expresa una intención característica de la filosofía irania del siglo XII, la cual se anticipa así en tres siglos al propósito del célebre filósofo bizantino Gemistos Plethon. Por oposición a los Peripatéticos4, los Ishrâqîyûn, discípulos de Sohrawardî, son designados como “Platónicos” (Ashâb Aflatûn). Ibn ’Arabí por su lado, será apodado el Platónico, el “Hijo de Platón” (Ibn Aflatûn).

El Sabio en la persona del cual este sentimiento del universo fructifica en metafísica del éxtasis, aquel que acumula la plenitud del Saber filosófico y de la experiencia mística es el SABIO Perfecto, el “Polo” (Qotb); él es la cúspide de la jerarquía mística invisible sin la cual el universo no podría continuar subsistiendo. Desde entonces, con esta idea del Hombre Perfecto (el Anthropos teleyos del hermetismo), la teosofía del Ishrâq se encontraba espontáneamente orientada al encuentro del shî ’ismo y su imamología; ella era eminentemente apta para fundar filosóficamente el concepto del Imâm eterno y de sus ejemplificaciones en el Pleroma de los Santos Imâmes (los “Guías Espirituales”).

El avicenismo ishrâqî se convirtió en los siglos XVI y XVII con los maestros de la Escuela de Ispahan (Mîr Dâmâd, Mollâ Sadra Shîrâzî, Qâzi Said Qommî, etc...) en la” filosofía shî’ita; los efectos se sienten hasta en la forma más reciente de la conciencia filosófica del Imâmismo, la escuela de Shaykh Ahmad Ahsâ’î y de sus sucesores, el shaykhismo.

Un hecho interesante es ciertamente el de determinar en qué medida la influencia de Ibn’Arabî es responsable del sentimiento gracias al cual el sufismo re-encuentra quizás el secreto de sus orígenes, cuando Haydar Amolî (siglo XIV) por ejemplo, comentador shî’ita de Ibn’Arabî, proclama que el verdadero shî’ismo es el sufismo y que, recíprocamente, el verdadero sufismo es el shî’ismo.

H. Corbin (en su capítulo “Entre Andalucía e Irán”) subraya un trazo característico lleno de simbolismo.

Renunciando a prolongar su estancia en esa Andalucía donde había nacido, Ibn’Arabî se puso en marcha hacia Oriente, sin esperanza de regreso. He aquí por otra parte que al extremo-oriente del mundo islámico, algunos acontecimientos dramáticos provocan una marcha en sentido inverso, una marcha que va a tomar un sentido simbólico por el hecho de que avanza, por decirlo así, al encuentro de Ibn ‘Arabí mientras que él regresa a sus orígenes, siendo Medio Oriente el lugar de reunión. Ibn ‘Arabí dejará este mundo en Damasco, en 1240, dieciséis años justos antes de que la toma de Bagdad por los Mongoles anuncie el final del mundo. Pero ya desde algunos años antes, frente a los derrumbamientos provocados por el empuje mongol, se produjo desde Asia Central, a través de Irán, un reflujo hacia el Medio Oriente (Entre esos refugiados célebres Najmoddîn Dáya Râzî, Mawlânâ Jalâloddîn Rûmî y su padre, etc...). Uno de los más grandes maestros del sufismo en Asia central: Najm Kubrà, encontró la muerte de los mártires en Khiva, tomando la iniciativa de la resistencia contra los mongoles (1220). Ahora bien, es ese mismo Najm Kubrà quien imprimió al sufismo una dirección especulativo-visionaria que lo diferencia nítidamente del régimen de los piadosos ascetas de Mesopotamia que, en los primeros siglos del Islam, habían tomado el nombre de Sufíes.

La etimología de la palabra sufí empleada para designar a los Espirituales del Islam ha sido objeto de búsquedas y controversias. En general, uno se ha unido a la explicación dada por varios maestros del sufismo, que lo enlazan a la palabra árabe sûf (lana). El llevar un vestido de lana sería la marca distintiva del Sufí, de ahí la palabra tasawwof (hacer profesión de sufismo). Pero, es la explicación definitivamente satisfactoria? Se sabe que para las palabras extranjeras introducidas en árabe, no han faltado jamás gramáticos ingeniosos que saben conducirlas al esquema de una raíz semítica. En Occidente algunos Orientalistas habían visto simplemente en la palabra sufí una transcripción del griego sophos (el Sabio) (sûfiya, el sufismo, la misma ortografía, en árabe, de Haghia Sophia). Por tanto, el gran sabio Biruni, en el siglo X, en su libro sobre la India, sabía muy bien que la palabra no era de origen árabe y agregaba, él también, una transcripción del griego sophos. La evidencia se imponía tanto más cuanto que la idea del Sabio correspondía al menos a la representación que imponía la hagiografía de Empédocles de Agrigento, como Sabio-Profeta, se quien a menudo se ha recordado la importancia.



* * *

Miguel Asin Palacios ha reunido un importante material en su gran obra “El Islam cristianizado, estudio del sufismo a través de las obras de Abenarabi de Murcia” (1931, Madrid). El piadoso sentimiento que inspiró al gran arabista español ese curioso título, se hace sentir a lo largo de toda la obra y permanece extremadamente precioso; pero, estamos enteramente de acuerdo con Henry Corbin quien señala de manera muy justa que es inexacto emplear con respecto a un Sufí como Ibn ‘Arabí, un lenguaje y apreciaciones que convendrían en el caso de un monje cristiano; las vocaciones son diferentes y uno se arriesga así a alterar su originalidad respectiva.

La existencia terrestre de Abû Bakr Muhammad ibn al-’Arabî (nombre que se abrevia en Ibn’Arabî) comienza en Murcia, al sur-oeste de España donde el nació el 17 Ramadân en el 560 de la Hégira. A la edad de 8 años el niño se trasladó a Sevilla e hizo allí sus estudios, creció y se convirtió en adolescente, llevando la vida feliz que su familia noble y acomodada podía asegurarle; contrajo un primer matrimonio con una muchacha de quien habla en términos de una respetuosa devoción y que parece en efecto haber ejercido una real influencia sobre la orientación de su vida hacia el Sufismo.

En el momento en el cual puede darse a sí mismo testimonio de su entrada definitiva en la Vía espiritual y de su iniciación a los secretos de la Vida mística, Ibn ’Arabí cuenta cerca de veinte años.

Entre el encuentro de juventud y el día de los funerales, Ibn’Arabí no debía volver a ver más, al menos en el mundo físico sensible, al gran peripatético de Córdoba. Para la narración de las relaciones entre el maestro aristotélico integrista y el joven que debía ser llamado el “Hijo de Platón”, es preciso dejar la palabra a éste5:

Yo me dirigí pues un buen día a Córdoba, a la casa de Abû’l-Wâlid Ibn Roshd (Averroes). El había expresado el deseo de encontrarme personalmente, porque había oído hablar de las revelaciones que Dios me había comunicado durante el curso de mi retirada espiritual y él no había escondido jamás su sorpresa delante de aquello que le habían dicho. Es por ello que mi padre, que era uno de sus amigos íntimos, me envió un día a su casa bajo el pretexto de una comisión cualquiera, en realidad para permitir a Averroes entrevistarse conmigo. Yo era aún en esa época un adolescente imberbe. A mi entrada el filósofo se levantó de su sitio, vino a mi encuentro prodigándome las marcas demostrativas de amistad y consideración y finalmente me abrazó. Después me dijo: “Sí”. Y yo a mi vez le dije: “Sí”. Entonces su alegría aumentó al constatar que yo había comprendido. Pero, en seguida, tomando yo mismo conciencia de aquello que había provocado su alegría, agregué: “No”. De inmediato, Averroes se contrajo, el color de sus rasgos se alteró, pareció dudar de aquello que él pensaba y me planteó esta cuestión: “¿Que especie de solución has encontrado para la iluminación y la inspiración divina? ¿Es idéntica a aquella que nos dispensa la reflexión especulativa?”. Yo le respondí: “Sí y no. Entre el sí y el no los espíritus toman su vuelo fuera de la materia y de sus cuerpos las nucas se desligan”. Averroes palideció, le vi temblar. Murmuró la frase ritual: no hay fuerza más que en Dios; — Ya que él había comprendido aquello a lo cual yo hacía alusión”.

Más tarde, después de nuestra entrevista, interrogó a mi padre, a fin de comprobar la opinión que se había hecho de mí y saber si ella coincidía o difería de la de él. Es que Averroes era un gran maestro en reflexión y meditación filosófica. Dio gracias a Dios, me dijeron, por haberle hecho vivir en un tiempo en el que pudo ver a alguien que había entrado ignorante en la retirada espiritual y que había salido tal como yo había salido. Es un caso, dijo él, del cual yo mismo había afirmado la posibilidad, pero sin haber encontrado todavía nadie que lo hubiese experimentado de hecho. Gloria a Dios que me ha hecho vivir en un tiempo donde existe uno de los maestros de esa experiencia, uno de aquellos que abren las cerraduras de Sus Puertas. Gloria a Dios que me ha hecho el favor personal de ver uno con mis propios ojos”.

Yo quise tener otra vez una entrevista nueva con Averroes. Por la Misericordia Divina se me apareció en un éxtasis (wâqi’a), bajo una forma tal que entre su persona y yo mismo había un velo ligero. Yo lo veía a través de ese velo, sin que él me viese ni supiese que yo estaba allí. Estaba en efecto demasiado absorto en su meditación para percibirme. Entonces me dije: su propósito no lo conduce allí donde yo mismo estoy”.

No tuve más ocasión de encontrarlo hasta su muerte que sobrevino en el año 595 de la Hégira (1198) en Marruecos. Sus restos fueron transferidos a Córdoba, donde se encuentra su tumba. Cuando el ataúd que contenía sus cenizas fue puesto en el flanco de una bestia de carga, se colocaron sus obras al otro lado para hacer contrapeso. Yo estaba allí, de pie, en guardia; conmigo estaban el jurista y letrado Abûl-Hosayn Mohammad ibn Jobayr, el secretario Sayyed Abû Saîd (príncipe almohade), así como mi compañero Abûl Hakam ’Amrû ibn al-Sarrâj, el copista. Entonces Abû’l-Hakam se volvió hacia nosotros y dijo: No observáis aquello que sirve de contrapeso al maestro Averroes sobre su montura? De un lado el Maestro (Imâm), del otro sus obras, los libros que compuso. Entonces, Ibn Jobayr le respondió: ‘Tú dices que yo no observo, oh hijo mío? Ciertamente que sí. Bendita sea tu lengua!’. Entonces acogí en mí (esa frase de Abûl-Hakam), para que sea tema de meditación y recordación. Ahora soy el único sobreviviente de ese pequeño grupo de amigos -que Dios los tenga en su misericodia- y me digo entonces a ese respecto: A un lado el maestro, al otro sus obras. Ah! como yo quisiera saber si sus esperanzas han sido acogidas!”.

-No se encuentra ya todo Ibn’Arabî en ese extraordinario episodio?

Trastornante de simplicidad, teniendo la muda elocuencia de los símbolos, he ahí la escena del regreso de los restos mortales a Córdoba. Al maestro cuyo propósito esencial había sido el de restaurar en su pureza el aristotelismo integral, rinde un último homenaje : el “Hijo de Platón”, el contemporáneo de los Platónicos de Persia (los Ishrâqîyûn de Sohrawardî) que inauguran conjuntamente en el Islam, sin que el Occidente lo haya presentido, algo que precede y desborda los proyectos de un Gemistos Plethon o de un Marsilio Ficino. Y ante la escena de un simbolismo no premeditado, el peso de los libros equilibrando al del cadáver, la interrogación melancólica: “Ah! , cómo quisiera yo saber si sus votos han sido acogidos!...”.

La respuesta Ibn ’Arabî la recibió algunos años más tarde, pero ella requería una larga meditación. Ella enuncia el secreto del cual depende que se realicen los votos del hombre de deseo porque él mismo, desde que consiente a su Dios, es el que responde POR ese Dios; y depende de este secreto que el alba de la resurrección levantada sobre el alma mística no se invierta en el lúgubre crepúsculo de las dudas, en la cínica alegría de los ignorantes ante la idea de una sobre existencia al fin vencida. Si así fuera, los sobrevivientes momentáneos no tendrían más que ese espectáculo irrisorio: un paquete de libros equilibrando un cadáver.

Pero este triunfo, Ibn ’Arabî sabe que no se obtiene ni por el esfuerzo de la filosofía racional, ni por la unión con aquello que su léxico designará como un Dios creado en los dogmas” -escribe H. Corbin. Depende de un cierto encuentro decisivo, totalmente personal, irremplazable, apenas comunicable al alma más fraternal, menos aun traducible en un cambio cualquiera de obediencia exterior, de calificación social. Fruto de una larga Búsqueda, obra de toda una vida, toda la vida de Ibn’Arabî fue esa larga Búsqueda.

Hay el secreto de una estructura que emparenta estrechamente el estilo de su edificio con aquel que se ha construido igualmente al Oriente del Islam, allí donde shî ’ismo observa el precepto: No golpear al rostro” es decir, conservar la faz exterior del Islam literal, no solamente porque ella es el soporte irremisible de los símbolos, sino porque es también la salvaguardia contra la tiranía de los Ignorantes.

Hay igualmente todo aquello que no tiene como prueba de apoyo más que el testimonio personal de la existencia del mundo sutil, por ejemplo, los personajes pertenecientes a la jerarquía esotérica invisible, a las consociaciones de los seres espirituales que ligan nuestro mundo, o más bien cada existencia a otros universos. La idea domina el paralelismo de las jerarquías cósmicas en el Ismaelismo, ella se encuentra viviente aún en el Shaykhismo de nuestros días. Sin duda su presencia en la conciencia mística es muy anterior al Islam.

La idea de esta jerarquía mística se encuentra de nuevo con algunas variantes en el conjunto del esoterismo en el Islam. En Ibn ’Arabî, los grados de dignidad o perfección esotérica que la componen son los siguientes: 1) El Qotb (Polo) alrededor del cual gira, como alrededor de su centro, la esfera de la vida espiritual del mundo. 2) Dos Imames (“Guías”) que son los vicarios del “Polo” y le suceden cuando él muere. 3)Cuatro Awtâd (Pilares) que ejercen su misión en cada uno de los cuatro puntos cardinales. 4) Siete Abdâl (Substitutos) que ejercen la suya en cada uno de los siete climas. 5) Doce Naqîb (Jefes) para los doce signos del zodíaco. 6) Ocho Najîb (Nobles), para las ocho esferas celestes. Además, para cada uno de los grados o cada una de las “moradas” de la vía espiritual, existe en cada época un Místico que es el Polo alrededor del cual gira la práctica de los actos propios de esa “moradaentre todos aquellos que la ocupan en este mundo.

En fin, Ibn’Arabî ha encontrado innumerables maestros espirituales, shaykhs y sufíes, contemporáneos suyos sobre la tierra, cuyas enseñanzas ha querido conocer. (El mismo ha dejado el diario de esos encuentros en su Risâlat al-Qods.)

Su vida itinerante empieza en la cercanía de la treintena. Entre 1193 y 1200 recorre diferentes regiones de Andalucía con numerosos viajes que lo conducen o lo vuelven a traer en seguida a Africa del Norte. Encuentros con personajes santos, conferencias místicas, sesiones de enseñanza, marcan las etapas de sus itinerarios sucesivos o repetidos: Fez, Tremecén, Bugía, Túnez, etc.

Es en el mes de Ramadán en 1198 (el mismo año en el cual había asistido a los funerales de Averroes) que nuestro Shaykh redactó un opúsculo cuyo contenido anuncia las grandes obras que seguirán. Este opúsculo titulado: Mawâqî al-nojûm (Los sitios del poniente de las estrellas). “Es un libro, dirá en otro lugar, con el cual el principiante puede prescindir del maestro, o más bien es al Maestro a quien le es indispensable. Porque hay maestros eminentes, completamente eminentes y este libro les servirá de ayuda para alcanzar el grado místico más elevado al cual pueda aspirar un Maestro”. Ibn’Arabî, bajo el manto de los símbolos astronómicos, describe allí las Luces que Dios dispensa al Sufí durante el curso de las tres etapas de la Vía. La etapa inicial, puramente exotérica, consiste en la práctica exterior de la sharî’a, es decir de la religión literal. Nuestro Shaykh, la simboliza con las estrellas cuyo resplandor se obscurece desde que se levanta la luna llena de las otras dos etapas, aquellas durante las cuales el Sufí es iniciado al ta’wîl, a la exégesis simbólica que “reconduce” los datos literales a lo que simbolizan, a aquello de lo cual son la “cifra”, iniciado, por tanto a interpretar los ritos exteriores en su sentido místico y esotérico. Ahora bien, es preciso recordarlo, pronunciar la palabra ta’wil es, de una manera u otra, despertar ciertas resonancias con el shî’ismo, cuyo principio escriturario fundamental es que todo lo exotérico (zâhir) tiene un sentido esotérico (bâtin).

Y eso basta, en cualquier lugar que sea, para expandir la alarma entre las autoridades celosas de la religión legalista y de la verdad literal...

No sorprende entonces, si Ibn’Arabî presiente que la estancia en Andalucía va a serle imposible. Peregrino hacia el Oriente, sin regreso, él parece desligarse entonces como personificación del héroe de la “Narración del Exilio occidental” de Sohrawadî. Esa es la segunda fase de su vida itinerante (1200-1223) que lo llevará sucesivamente a las diversas regiones del Oriente Próximo, hasta que fija al fin su residencia en Damasco donde pasará los últimos 17 años de su vida en paz y realizando una labor prodigiosa. Cuando llega a La Mekka, primer término de su peregrinaje (en 1201), Ibn’Arabî tiene 36 años. Esta primera estancia en la ciudad santa va a significar para él una experiencia tan profunda que es la base misma de todo lo que uno puede leer concerniendo a la dialéctica del amor”. Fue recibido en una familia muy noble, de un Shaykh que ocupaba un alto cargo en La Mekka. Ese Shaykh tenía una hija que conjugaba el doble don de una extraordinaria belleza física y sabiduría espiritual. La joven fue para Ibn’Arabî lo que Beatriz para Dante; y permaneció para él como la manifestación terrestre, la figura teofánica de la Sophia aeterna.

Esta estancia dio empuje a su extraordinaria productividad. Simultáneamente su vida mística se intensifica; las circunvalaciones (reales o mentales) alrededor de la Ka’aba6 interiorizada como “centro cósmico” alimentan un esfuerzo especulativo al cual dan una confirmación experimental las visiones interiores, las percepciones teofánicas. Ibn’Arabî es incorporado a la Fraternidad Sufí, como ya lo había sido, muchos años atrás, en Sevilla. Pero eso no es, en suma, más que un signo exterior. El acontecimiento real y decisivo debía ser análogo a aquel que había estado al origen de la partida hacia el Oriente y no podía producirse más que por meditación “alrededor de la Ka’aba” porque ella es el centro del mundo”, tal acontecimiento no ocurre en efecto más que en el “centro del mundo”, es decir en el polo del microcosmo interior.

* * *



Se califica a menudo a Ibn’Arabî, de “discípulo de Khezr”, pero quién es Khezr y qué significa ser el discípulo de Khezr?.

Para responder perfectamente a la cuestión de saber quién es Khezr, sería preciso reunir un material considerable de procedencia muy diversa: profetología, folklore, alquimia, etc. Considerándolo aquí esencialmente el personaje del maestro espiritual invisible, reservado a aquellos que están llamados a una afiliación directa al mundo divino sin ningún intermediario, es decir sin ligadura justificativa con una sucesión histórica de shaykh en shaykh y sin tener investidura de ningún magisterio, debemos limitarnos a algunos puntos esenciales: su aparición en el Qorân, el sentido de su nombre, su conexión con Elías y a su vez la conexión de Elías con la persona del Imâm en el shî’ismo.

En la Sura XVIII (v. 59-81), Khezr aparece durante el curso de un episodio de misteriosas peripecias cuyo estudio en profundidad exigiría una confrontación exhaustiva de los más antiguos comentarios qorânicos. Aparece ahí como guía de Moisés, su iniciador “a la ciencia de la predestinación”. Se revela así como depositario de una ciencia divina infusa, superior a la Ley (sharî’a); Khezr es en consecuencia superior a Moisés en tanto que éste es un profeta investido de la misión de revelar una sharî’a. Khezr descubre precisamente a Moisés, la verdad secreta, mística (haqîqa) que trasciende la sharî’a y es por ello que también el Espiritual de quien Khezr es el iniciador inmediato, se encuentra emancipado de la servidumbre de la religión literal. Si se considera que por la identificación de Khezr con Elías, el ministerio de Khezr se encuentra igualmente referido con el ministerio espiritual del Imâm, se descubre cómo podemos tener aquí uno de los fundamentos escriturarios sobre los cuales se apoya la aspiración profunda del shi’ismo. Así, si se considera a esa luz, la preeminencia de Khezr sobre Moisés , cesa de ser una paradoja, de lo contrario Moisés es ciertamente ,uno de los seis grandes profetas fuera de rango, de aquellos que han sido encargados de revelar una sharî’a, mientras que Khezr no sería más que uno de esos ciento veinticuatro mil Nabis de los cuales hablan nuestras tradiciones.

Su genealogía terrestre plantea, desde luego, un problema que resiste a todas las tentativas del historiador. Ciertas tradiciones lo consideran como un descendiente de Noé, en la quinta generación. De todas maneras estamos mas lejos que nunca en la dimensión cronológica del tiempo histórico, tenemos que pensar los acontecimientos en el ’âlam al-mithâl 7 sin lo cual no encontraremos jamás una justificación racional al episodio qoránico en el cual Khezr-Elías encuentra a Moisés como si él fuese su contemporáneo.

Así, cómo seguir a Khezr “en la huella de la historia” en el episodio más característico de su carrera?. El está descrito como aquel que ha alcanzado la Fuente de la Vida, ha bebido del Agua de la Inmortalidad y, en consecuencia, no conoce ni la vejez, ni la muerte. Es el “Eterno Adolescente”. Y es por ello sin duda que sería preferible a la vocalización corriente de su nombre Khezr en el uso persa (Khidr en árabe), la pronunciación Khâdir y explicar con el Profesor Massignon, la significación de su nombre como el “verdeante”. En efecto, está asociado a todos los fenómenos de verdor de la Naturaleza, pero no debemos hacer por ello un “mito de la vegetación”. Eso no querría decir nada, a menos que se presuponga el modo propio de percepción del fenómeno que comporta justamente la presencia del personaje de Khâdir.

Lo que hay que considerar es ese modo de percepción, que es inseparable de la preeminencia extraordinaria, a decir verdad aún inexplicada, otorgada al fenómeno del color “verde”. Este es “el color litúrgico espiritual del Islam”, el color de los Alíes, es decir el color shî’ita por excelencia. El XII Imâm, el “Imâm escondido”, el “señor de este tiempo”, reside actualmente en la Isla Verde, al centro del Mar de Blancura. El gran Sufí iranio Semnânî (siglo XIV) instaura una fisiología sutil cuyos centros están respectivamente tipificados por los “siete profetas de tu ser”. Cada uno tiene su color propio. Mientras que el “centro” sutil del arcano, el “Jesús de tu ser”, tiene como color el negro luminoso (aswad nûrânî, la “luz negra”) el “centro” supremo, el “misterio de los misterios”, el “Mohammad de tu ser” tiene como color: el color verde.

Estos 7 “Centros” en el Ser nos ponen de nuevo en presencia del sistema Yoga. En efecto, ellos pueden estar relacionados con los siete centros nervo-fluídicos llamados “Chakras” (textualmente “ruedas”) simbolizados por flores de loto con cierto número de pétalos, portando igualmente sílabas sagradas y un color bien definido para cada uno. Estos centros de fuerza son puestos en movimiento por la subida de “Kundalini” (poder vital) que los Yoghis activan gracias a un método especial que incluye disciplinas (yama, niyama), posturas (asanas), controles de respiración y de sensaciones (pranayama, pratyahara), meditaciones y concentraciones (dharana, dhyana) para obtener la iluminación final de todo el Ser que se funde en la Conciencia Universal en un estado llamado “Samadhi” (identificación)8.

Naturalmente este mecanismo puede ser puesto en paralelo con otros métodos como el de la Qabbalah y la enseñanza esotérica tradicional9 con sus 7 grados de iniciación (ver nuestros Propósitos Psicológicos II y X); hemos llamado igualmente la atención sobre el peregrinaje “interior” y “exterior” con nuestras descripciones de las 7 riveras sagradas concordando con el perfeccionamiento de los 7 “centros” del Ser que permiten elevarse poco a poco por los 7 grados iniciáticos. Los detalles han sido dados en nuestro Propósito Psicológico IV.

Para regresar a la definición del nombre de Khezr, citemos que en uno de esos sermones donde el shî’ismo atestigua su aptitud para abrazar el sentido secreto de todas las Revelaciones, el Imâm enuncia todos los nombres por los cuales él fue conocido sucesivamente en todos los pueblos, tanto entre los que tienen un Libro revelado (ahl al-Kitâb), como en todos los otros. Dirigiéndose a los Cristianos declara “Yo soy aquel cuyo nombre en el Evangelio es Elías”. He aquí pues que el shî’ismo, en la persona de su Imam, se proclama testigo de la Transfiguración. El encuentro de Moisés con Elías-Khezr como su iniciador, en la sura XVIII, tiene por antitipo la entrevista de Moisés con Elías (es decir el Imâm) sobre el Monte Thabor. Esta tipología es de una extraordinaria elocuencia en cuanto a las intenciones de la conciencia shî’ita. El esoterismo ismaeliano conoce otra enseñanza donde el Imam proclama “Yo soy el Cristo que cura a los ciegos y a los leprosos (lo que quería decir el segundo Cristo, observa el glosador). Yo soy él y él es yo”. Y si por otro lado aún el Imâm es designado bajo el nombre de Melchisedek, uno presiente fácilmente la conexión entre esta imamología y la cristología de los cristianos-melchisedekianos que veían en este personaje sobrenatural al verdadero “Hijo de Dios”, el Espíritu-Santo.

Los grados de iniciación conferidos por una Orden Esotérica no son en realidad más que la confirmación de un estado ya alcanzado, como hemos tenido la ocasión de decirlo en diversas oportunidades; y esto al mismo título que los peregrinajes no son sino el rito exterior de un plan iniciático a cumplir. El traslado geográfico de una ciudad a otra no tiene ningún valor si el peregrino” no está en estado de espíritu (conciencia pura, meditación, plegarias, etc...), el viaje fué remplazado a menudo inclusive por una corta marcha sobre un suelo que esquematiza el itinerario de esta gira santa, esa es la razón de los enlosados primitivos de las iglesias, los laberintos, los mandalas, etc.

Aquello que cuenta es el “peregrinaje” interno, la función psico-somática de una depuración tanto física como psíquica para alcanzar el nivel espiritual necesario para la elevación del Alma hacia la Conciencia Cósmica.

El grado de iniciación concedido por un Maestro no sirve más que para situar al discípulo sobre la Vía, eso no es ni una recompensa, ni aun un valor exacto concordante, toca al discípulo elevarse (al mismo título que el Maestro busca siempre la maestría de sí mismo).

El Maestro, por otra parte, no escoge a sus discípulos, sino que es el discípulo quien escoge a su Maestro, de ahí el precepto bien conocido cuando el discípulo está dispuesto, aparece entonces el Maestro”. En la India, el Gurú” (textualmente disipador de tinieblas”) no pasa sus cualidades al discípulo, no hace más que prepararle la Vía. Las cualidades inherentes a los Maestros no son necesariamente traspasadas al discípulo, a menos que este se “identifique” con el Maestro a tal punto que se comunique intensamente, hasta confundirse en la misma Aura.

La presencia física del Maestro no es indispensable al discípulo verdadero, así como el árbol no es necesario para gustar el sabor de un fruto (es por los frutos que uno reconocerá el árbol, se ha dicho...).

Sin embargo, el hecho de elegir un Maestro no da al alumno un grado de iniciación, a menos que él sepa ya exactamente lo que conlleva en el sentido real el ESCOGER SU MAESTRO... Es decir, seguir las huellas del Maestro y sobre todo asimilar su Enseñanza, no a la letra, no textualmente, sino más bien en espíritu, psicológicamente... Reconocer ante todo el valor (la situación esotérica) del Maestro.

Ese es el sentido mismo que conviene dar al hecho de ser discípulo de Khezr y ese sentido es tal que por una parte la persona de Khezr no se resuelve en un simple esquema-arquetipo, pero por otra, la presencia de su persona es ciertamente experimentada en una relación que hace de ella un arquetipo; para que fenomenológicamente esta relación se muestre, es necesaria una situación que le corresponda en los dos términos que la fundan. Esta relación implica que Khezr sea experimentado simultáneamente como una persona y como un arquetipo, como persona-arquetipo. Porque es un arquetipo, la unidad y la identidad de la persona de Khezr se concilia con la pluralidad de sus ejemplificaciones en aquellos que a su vez son Khezr. Tenerlo por maestro e iniciador, es tener para ser aquello que él mismo es. Khezr es el maestro de todos los sin maestro porque él muestra a todos aquellos de quienes él es el maestro cómo ser aquello que él mismo es: aquel que ha alcanzado la Fuente de la Vida, el Eterno Adolescente, es decir, como lo precisa la narración de Sohrawardî (“si tú eres Khezr...”), aquel que ha alcanzado la haqîqa, la verdad mística esotérica que domina la Ley y emancipa de la religión literal. Khezr es el maestro de todos aquellos, porque él muestra a cada uno cómo realizar el estado espiritual que él mismo ha alcanzado y tipifica. Su relación con cada uno es la relación del ejemplar o del ejemplificado con el que ejemplifica. Es que él puede ser a la vez su propia persona y un arquetipo y es siendo uno y otro que él puede ser maestro de cada uno, porqué se ejemplifica tantas veces como discípulos tiene, hacia los cuales su papel es el de revelar cada uno a sí mismo.

Un verdadero Maestro no tiene dogma especial, expone diferentes teorías y enseña a cada uno según aquello que necesita, no exactamente según aquello que amerita, sino más bien según lo que cada uno debe alcanzar.

Está dicho que cuando Jesús había hablado, cada uno se alejaba satisfecho. — Muy ciertamente se trata de que cada uno había recibido “su parte” de enseñanza, ya que a pesar de decir las mismas cosas para todos, no es menos cierto que unos habían tomado tal cosa, mientras que otros habían realizado tal otra. Es decir que en su discurso, había una porción correspondiente para cada uno, pero por otra parte se ha señalado también que sus discípulos le hicieron notar que hablaba a veces en parábolas y otras más claramente, en fin, que él decía ciertas cosas de una manera y otras veces de otra; el Cristo respondía entonces “es que algunos tienen oídos para oír y otros no...”. De hecho, la Misión de un Maestro es la de poder traer a cada uno la resolución de sus problemas, la de ser apto para dar a cada uno aquello que espera y prepararlo al término que él le ha señalado para los designios divinos.

El valor del Maestro es igual para todos, pero cada uno toma de este valor según su nivel, sus aptitudes y según aquello a lo cual puede aspirar, el valor del Maestro es así diferente a los ojos de cada uno. Por otra parte, un Gran Iniciado conoce el grado de sus discípulos y reserva una enseñanza más profunda para aquellos llamados a una más alta evolución. Es así que el Cristo Jesús no daba todas las instrucciones de una sola vez y dijo en ciertas ocasiones a sus discípulos “actualmente no estáis suficientemente preparados todavía para que yo pueda enseñaros las grandes verdades esotéricas, es preciso aun que os perfeccionéis, que meditéis, estudiéis, que os purifiquéis y poco a poco seréis aptos para comprender los grandes valores iniciáticos...”.

Es así que, por ejemplo, Juan nos relata en su Evangelio (XVI, 12) que el Cristo habría dicho: “Tengo aún muchas cosas para deciros, pero no podéis sobrellevarlas por el momento”.

Un Maestro “dirige” a sus discípulos según aquello que cada uno puede soportar, según aquello que cada uno puede aceptar, comprender, asimilar.

La “dirección” de Khezr no consiste, en efecto, en conducir uniformemente a todos sus discípulos al mismo término, a una misma teofanía idéntica para todos, como si fuese un teólogo propagando su dogma. El conduce a cada uno a su propia teofanía, aquella de la cual él es propiamente el testigo porque corresponde a su “Cielo interior”, a la forma propia de su ser, a su individualidad eterna (’ayn thâbita),es decir aquello que Abû Yazîd Bastâmî llamaba la parte allotie* a cada uno de los Espirituales y que, en términos de Ibn’Arabî, es aquel de los Nombres Divinos que está investido en él, Nombre bajo el cual conoce a su Dios y bajo el cual su Dios le conoce, en la co-rrespondencia de Rabb y marbûb, del señor de amor y su vasallo. En el léxico de Semnânî, la cosa se enunciaría diciendo que el ministerio de Khezr consiste en hacerte llegar al “Khezr” de tu ser” ya que es a esa profundidad interior, en ese “profeta de tu ser”, que surge el Agua de la Vida, al pie del Sinaí místico, polo del microscorno, centro del mundo, etc.

He aquí ahora, mucho más importante, el episodio de la investidura mística, tal como pasó en el año 601 de la hégira (1204 de la era cristiana). Es preciso dejar la palabra a Ibn’Arabî mismo, (Fotûhât, vol. I, p. 187).

Esta consociación con Khezr, la experimentó uno de nuestros shayks , ’Alî ibn ’Abdollah ibn Jâmî, que era uno de los discípulos de ’Alî al-Motawakkil y de Abû’Abdallah Qadîb Albân. El habitaba en un jardín que poseía en los alrededores de Mosul. Ahí mismo, Khezr lo había investido con el manto, en presencia del Qadîb Albân. Y fue en el mismo sitio donde en su jardín Khezr lo había investido, que el shaykh me invistió a mí, observando el mismo ceremonial que Khezr había observado al conferirle la investidura. Yo la había recibido ya, pero de manera más indirecta, de manos de mi amigo Taqioddîn ibn ’Abdirrahmân, quien la había recibido de manos de Sadroddîn, Shaykh de los shaykhs en Egipto... cuyo abuelo la había recibido de Khezr. Es a partir de ese momento que comencé a hablar de la investidura de la khirqa (el manto sufí) y a conferirla a ciertas personas, porque he constatado que valor daba Khezr a ese rito. Anteriormente yo no hablaba de ese manto que es bien conocido ahora. Para nosotros es, en efecto, un símbolo de compadraje, el signo de que uno comparte la misma cultura espiritual, la práctica del mismo ethos... La costumbre se ha expandido entre los maestros en mística, cuando disciernen alguna deficiencia en uno de sus discípulos, el shaykh se identifica mentalmente con el estado de perfección que él se propone transmitir. Cuando ha operado esta identificación, toma el manto que lleva el momento mismo en que realiza ese estado espiritual, se despoja e inviste al discípulo cuyo estado espiritual quiere perfeccionar. Así el Shaykh comunica al discípulo el estado espiritual producido en sí mismo de manera que su propia perfección se encuentra realizada en el estado del discípulo. Tal es el rito de la investidura, bien conocido entre nosotros, y que nos ha sido trasmitido por los más experimentados de nuestros shayks”.

Este comentario por el cual Ibn’Arabî muestra la significación del rito de la investidura del manto, aclara al mismo tiempo la trascendencia cuando la investidura es recibida de Khezr en persona, sea directamente, sea por un intermediario. Aquello que cumple el rito de investidura, no es solamente una afiliación, sino más bien una identificación con el estado Espiritual de Khezr. A partir de ese momento, el iniciado satisface la condición requerida, la misma que el Angel indicaba a Sohrawardî para cruzar la montaña de Qâf y llegar a la Fuente de la Vida: “Si tú eres Khezr, puedes también, sin pena, superar la montaña de Qâf”.

En adelante, el místico es Khezr, alcanza al “Khezr de su ser”.

La experiencia así vivida requiere fenomenológicamente una representación donde la presencia real de Khezr es probada simultáneamente como la de una persona y un arquetipo, precisamente aquella de una persona-arquetipo. Esa es la situación que hemos analizado más arriba mostrando cómo se disuelve en ella el dilema planteado en términos de lógica formal.

Esta investidura toma la misma significación en la entrega de la capa entre los Templarios por ejemplo, o en las otras Ordenes Místicas, tanto como en la entrega de la “guerrúa” en la India. Se habrá comprendido bien que lo importante no es el ceremonial, el valor reside en un orden de ideas mucho más elevado. De la misma forma, en los actos de iniciación por una escala de grados, un grado iniciático no es acordado a causa de una simpatía o aún de una afinidad del Maestro con el discípulo, sino más bien como una confirmación del nivel espiritual que debe ser alcanzado por el discípulo en un mundo esotérico; es, de cierta manera, la delegación de un poder divino que puede ser inclusive extranjero al juicio de quien otorga el nuevo grado. La nominación no es debida a las cualidades de razonamiento sino a las facultades psíquicas que están, por supuesto, más allá de una simple honorificación por servicios rendidos.

Destaquemos con cuidado toda la transcendencia de las circunstancias indicadas por Ibn ’Arabî: la investidura del manto puede ser recibida directamente de manos de Khezr; puede serlo igualmente por intermedio de alguien que lo haya recibido directamente de Khezr o aun por intermedio de alguien que lo habría recibido de ese primer intermediario. Eso no cambia en nada la significación transhistórica del rito, tal como nos hemos esforzado en comprenderlo aquí, más bien se ilustra eso, asombrosamente. El ceremonial de investidura observado es siempre el mismo observado por Khezr; Ibn ’Arabî lo deja desgraciadamente envuelto en el misterio. El rito implica en todo caso que la identificación buscada no apunta a un estado espiritual o de perfección determinado por el shaykh que transmite la investidura, sino al estado del mismo Khezr. Que haya uno, varios, o ningún intermediario, la afiliación por identificación con el estado de Khezr se cumple en el orden longitudinal, religando lo visible a lo invisible, vertical con relación al orden latitudinal de las sucesiones, generaciones y conexiones históricas. Ella es y permanece como afiliación directa al mundo divino, trascendiendo todos los lazos y convenciones sociales. Es por ello que la significación permanece transhistórica (como un antídoto para la obsesión por el sentido de la historia” ).

En su principal obra “Fuçuç al-Hikam” (textualmente “Las gemas de las Sabidurías de los Profetas”) que hemos analizado ya en parte en nuestro precedente libro, Ibn ’Arabî precisa con qué espíritu escribió su obra: “Yo no soy ni un profeta (nabî) ni un Enviado (rasûl); soy simplemente un heredero, alguien que labra y siembra el campo de su vida futura”.

Los veintisiete profetas (de Adán a Mahoma) a quienes están respectivamente consagrados los capítulos no están encarados en su realidad empírica de personajes históricos. Están meditados como tipificaciones de “sabidurías” a las cuales su nombre sirve de índice y título o de las que fijan la tonalidad. Es pues con su individualidad metafísica, con su “hecceidad eterna”, que es preciso relacionar lo propio de su sabiduría respectiva. Ese libro es sin duda el mejor compendium de la doctrina esotérica de Ibn’Arabî. Su influencia fue de una trascendencia inapreciable.

Quedaba aún al Shaykh por terminar el libro de las Fotûhât, del cual se ha podido decir que es la “Biblia del esoterismo en el Islam” (al mismo título que el Mathnawî místico de Jalâloddîn Rûmî ha sido calificado de “Qorán persa”). La primera idea de la obra se remonta a la primera estancia en La Meca y se enlaza con las inspiraciones y visiones mentales que hicieron eclosión en el alma del autor durante la realización de las giras rituales alrededor de la Ka’aba, ya se trate de la interiorización del rito efectuado in corpore o bien de su repetición mental. Se ha señalado ya el lazo entre esos momentos teofánicos, cerrados alrededor de una Ka’aba mentalmente transfigurada, imaginativamente percibida y realizada como “centro del mundo”.

Es una “Suma” de teosofía mística, a la vez teórica y experimental. Esta Suma encierra desarrollos especulativos, a menudo abstrusos, suponiendo en el autor una perfecta información filosófica; encierra también todos los elementos de un Diarium espirituale; ella trae, en fin, gran cantidad de información relativa al sufismo y a los maestros espirituales conocidos por Ibn ’Arabî. Las seis grandes divisiones anunciadas en el encabezamiento de la obra tienen por tema respectivamente: 1) Las doctrinas (ma’ârif); 2) Las prácticas espirituales (mo’âmalât); 3) Los estados místicos (ahwâl); 4) Los grados de perfección mística (manâzil); 5) Las consociaciones de la divinidad y el alma (monâzalat); 6) Las estancias esotéricas (ma qâmât).

Y a pesar de las proporciones enormes de la obra (sus quinientos sesenta capítulos en la edición del Cairo, 1329 h.) se extiende sobre unas tres mil páginas de formato grande in-4°, Ibn’Arabî nos previene: “A pesar de la largura y extensión de este libro, a pesar del gran número de secciones y capítulos, no he agotado uno solo de los pensamientos o doctrinas que profeso, concernientes al método sufí. A fortiori ¿cómo habría yo de agotar el tema entero? He limitado mi trabajo a poner en claro, brevemente, algo de los principios fundamentales sobre los cuales el método se basa, de manera abreviada, manteniendo el justo medio entre la vaga alusión y la completa y clara explicación”.

Ibn’Arabî murió apaciblemente en Damasco el 28 de Rabî II del año 638 h. (16 de Noviembre de 1240) rodeado de su familia, amigos y discípulos sufíes. Fue enterrado al norte de Damasco en el barrio de la Salihîya, al pie del monte Qassioun. La curva de su vida se termina satisfaciendo fielmente su norma inmanente, ya que el sitio mismo donde fue enterrado, allí donde sus restos reposan aún en la actualidad con los de sus dos hijos, era ya un lugar de peregrinaje que los musulmanes tienen por santificado por todos los profetas, pero especialmente por Khezr.



Sería interesante analizar la situación respectiva del esoterismo en relación con el Islam y con el Cristianismo, para discernir en qué medida esta situación es homologable. Henry Corbin hace notar, muy justamente, que tratar a fondo tal cuestión requeriría un gran libro cuya hora todavía no ha llegado: demasiadas cosas restan aún por ser estudiadas. El sentido de la cuestión debe ser el que concierna al fenómeno del sufismo como tal, en su esencia. Hacer su fenomenología, no consiste ni en deducirlo causalmente de algo distinto, ni en reducirlo a algo que no es, sino en investigar aquello que se muestra a sí mismo en ese fenómeno, en descubrir las intenciones implícitas en el acto que le hace mostrarse. Es preciso para ello tomarlo como una percepción espiritual y a ese título como un antecedente tan inicial y tan irreductible como la percepción de un sonido o de un color. Ahora bien, aquello que el fenómeno desvela aquí es el acto de la conciencia mística mostrándose a sí misma el sentido interno y escondido de una revelación profética, porque aquí, la situación propia del místico es la de encontrarse envuelto con un mensaje y una revelación profética. La conjunción y la interpenetración entre religión mística y religión profética van a caracterizar propiamente la situación del sufismo. Ella no es concebible más que entre los Ahl al-Kitâb, un “pueblo del Libro”, es decir una comunidad cuya religión está fundada sobre un libro revelado por un profeta, porque el Libro celeste impone la tarea de comprender el verdadero sentido. Cierto, es posible establecer homologías entre ciertos aspectos del sufismo y del budismo, por ejemplo, pero esas homologías no serán del mismo grado que aquellas que se pueden obtener refiriéndose a la situación de los Espirituales en otra comunidad de Ahl al-Kitâb.

Ahí mismo se anuda la conexión original y esencial entre el shî’ismo y el sufismo. La afirmación de que a todo aquello que es aparente, literal, exterior, exotérico (zâhir) corresponde algo escondido, espiritual, interior, esotérico (bâtin), constituye la reivindicación escrituraria que se encuentra en la base misma del shî’ismo como fenómeno religioso. Ella es el postulado mismo del esoterismo y de la hermeneútica esotérica (ta’wîl). Ella no cuestiona la cualidad del Profeta Mahoma como “sello de los profetas y de la profecía”: el ciclo de la Revelación profética está cerrado, no se espera más una nueva sharî’a (Ley religiosa). Pero el texto literal y aparente de esa última Revelación ofrece algo que está aún en potencia; esta virtualidad llama a la acción de personas que la hagan pasar al acto y tal es el ministerio espiritual del Imâm y de los suyos. Es un ministerio de naturaleza iniciática; su función es iniciar al ta’wîl y la iniciación al ta’wîl marca el nacimiento espiritual. Así, la Revelación profética está cerrada, pero justamente porque está cerrada, postula que la iniciativa de la hermeneútica profética permanece abierta, es decir el ta’wîl la intelligentia spiritualis. La reivindicación de la intelligentia spiritualis opera la reunión entre religión profética y religión mística.

Una vez conocidos los aspectos del esoterismo en el Islam, estos otorgan ya una base de comparación para plantear la cuestión de saber si existe en el cristianismo una situación homóloga, que sería aquella de un “esoterismo cristiano”.

H. Corbin, pretende que en la medida misma en la cual esta última expresión puede tomar, según el auditor, una resonancia insólita, incluso irritante, una cuestión de hecho se plantea imposible de eludir. Se trata de descubrir en una comunidad de Ahl al-Kitâb, tal como el Cristianismo, la manifestación de un fenómeno comparable al del esoterismo en el Islam. En relación a la afirmación que reivindica la existencia de un sentido oculto y la necesidad de una hermeneútica profética, tal como acaba de ser testimoniada por el esoterismo en el Islam, una primera observación se impone: la Gnosis cristiana nos ha trasmitido textos que contienen la enseñanza secreta dispensada a sus discípulos por Jesús. La idea de esta gnosis secreta tiene por homóloga la idea shî’ita del sentido esotérico de la revelación qoránica, de la cual el Imâm es el iniciador. Pero el hecho que domina el cristianismo en relación con la cuestión planteada aquí, es que con la condena del movimiento montanista en el siglo II se ha cerrado a partir de ese momento, al menos por y para la Gran Iglesia, no solamente toda posibilidad de una revelación profética nueva dispensada por los Ángeles, sino también toda iniciativa de una hermenéutica profética. A partir de ese instante la autoridad de la Gran Iglesia substituye a la inspiración profética individual; esta autoridad presupone y legitima a la vez la existencia del magisterio dogmático y el dogma enuncia todo lo que tiene que decir y todo lo que puede ser dicho... No hay más lugar para “los discípulos de Khezr” y el esoterismo ha perdido su concepto y su razón de ser. A primera vista eso basta para marcar una diferencia profunda con el Islam que no ha conocido jamás ni magisterio dogmático, ni concilios. Ni siquiera el Imamato shî’ita tiene la naturaleza de una autoridad pontifical dogmática, es fuente no de definiciones dogmáticas, sino de la inspiración del ta’wîl y son todos los adeptos que de grado en grado de la jerarquía esotérica, forman el “Templo de Luz” del Imamato, cuya graduación repite el aspecto de un compadraje iniciático.

Y, el autor de La Imaginación Creadora…”, continúa:

Hay concomitancia entre el advenimiento de la conciencia histórica y la formación de la conciencia dogmática. El dogma fundamental del Cristianismo, el de la Encarnación, bajo la forma oficial que le han dado las definiciones de los concilios, es el síntoma más característico, porque la Encarnación es un hecho único e irreversible, que se inscribe en la trama de los hechos materiales: Dios en persona se ha encarnado en un momento de la historia; esto “sucede” en la cronología con fechas señalables. No hay más misterio ni, por tanto, más esoterismo necesario; y es por ello que todas las enseñanzas secretas del Cristo a sus discípulos han sido relegadas púdicamente entre los Apócrifos, con todos los libros gnósticos, ellas no tenían nada que hacer con la historia. Ahora bien, esta encarnación de “Dios en persona” en la historia empírica y aun la conciencia histórica que es concomitante a tales representaciones han permanecido extrañas al Oriente tradicional. Se ha tratado de explicar esto diciendo que el Oriente tradicional era principalmente monofisita* y, otras veces, que era docetista; una y otra calificación se refieren a un mismo modo de percepción del fenómeno.

Todo el esoterismo en el Islam, en el shî’ismo y en el sufismo conoce una antropomorfosis divina, una Manifestación divina bajo forma humana, esencial a la divinidad; pero se trata de una antropomorfosis cumpliéndose “en el Cielo”, en el plano de los universos angélicos. El Anthropos celeste no tiene que “encarnarse” en la tierra, se manifiesta en figura teofánica que imanta a los suyos, a aquellos que lo reconocen, hacia su asunción celeste. Todas las huellas por las cuales la imamología señala su afinidad con una cristología del tipo ebionita o gnóstica10, la muestran tanto más extraña a toda cristología paulina. El teofanismo de Ibn’Arabî nos mostrará, por qué no se hace historia ni una filosofía de la historia con teofanías. Su tiempo no cae en los tiempos históricos. Dios no tiene que descender sobre la tierra, porque él “levanta” a los suyos, como ha “levantado” a Jesús del odio de aquellos que tenían la ilusión de darle muerte. (Qorán, IV-156). Eso, el esoterismo de la Gnosis en el Islam lo ha sabido siempre y es por ello que la exclamación fatídica “Dios está muerto” no puede aparecer más que como la pretensión ilusoria de gentes ignorantes de la verdad profunda de ese “docetismo” para el cual nuestras historias tienen tanto de irrisorio.

Si en el cristianismo la inspiración de nuevas revelaciones proféticas ha sido definitivamente cerrada con la condenación del movimiento montanista11, en cambio, algo no ha podido jamás ser ahogado: esta hermeneútica profética que testimonia la vitalidad del Verbo en cada individualidad espiritual, demasiado poderosa quizás para ser contenida en los límites de definiciones dogmáticas preestablecidas. Pero, aquello sobre lo cual se debe insistir para recoger los antecedentes que permitirán homologar la situación respectiva del esoterismo en el Islam y en el Cristianismo, es la comunidad de la hermeneútica profética, la comunidad del ta’wil.

Por otra parte, aquello que hemos aprendido en relación con los “discípulos de Khezr”, la significación transhistórica de la afiliación que los religa verticalmente a la invisible asamblea celeste, implica la idea de una tradición cuya línea es vertical, longitudinal (del Cielo a la Tierra); una tradición cuyos momentos son independientes de la causalidad del tiempo físico continuo, pero se presentan en aquello que entendemos a Ibn’Arabî designar como tajdîd al-khalq, la recurrencia del acto creador, es decir, de la Teofanía. Iconográficamente, el contraste entre uno y otro concepto de tradición podría traducirse en el contraste entre una imagen que dispone los elementos según las leyes de la perspectiva clásica y una imagen que los superpone unos a otros sobre un plano de proyección vertical según la óptica de la pintura china o aquella de numerosas imágenes orientales (tales como las pinturas indias, persas, árabes, etc.).

En este sentido una ilustración muy hermosa es aquella de una imagen contenida en un manuscrito persa (Biblioteca Nacional, París, supl. persa 1389, fol. 19) del siglo XVI; el manuscrito contiene el poema (Fotûh al-Haramayn) de Mohyi Lâri (1527) que describe los lugares santos de Medina y la Mekka con las prácticas a observar cuando se cumple el peregrinaje. No sin razón su procedimiento iconográfico ha sido comparado con las representaciones iraníes del Paraíso (es preciso recordar que la palabra nos viene del Persa donde figura en el Avesta bajo la forma pairi-daéza que nos ha sido transmitida por mediación del griego paradeisos). En la iconografía de ese motivo iraní por excelencia figura un recinto cercado plantado de árboles, hortus conclusus, en el centro del cual (“centro del mundo”) se levanta un pabellón cuyo homólogo sería aquí la Ka’aba. El procedimiento iconográfico del cual procede esa imagen atrae la breve observación siguiente en referencia con el contraste del cual lo tomamos aquí como símbolo. La escenografía no comporta, como en la perspectiva clásica, el primer plano detrás del cual retroceden y disminuyen los planos secundarios (como el pasado y el futuro en relación al presente, al nunc* histórico, en nuestra representación evolutiva lineal). Todos los elementos están representados con su dimensión propia (“en el presente”) perpendiculares cada vez al eje de la visión del contemplador. Este no debe inmovilizarse en un punto de vista único que tendría el privilegio del “actual”, para desde ese punto fijo, levantar los ojos; sino que debe elevarse hacia cada uno de los elementos representados. La contemplación se convierte así en un itinerario mental y una realización interior; la imagen cumple la función de un “mandala. Porque cada uno de los elementos se presenta no en tanto que con sino siendo su disminución propia, visitarlos es entrar en el mundo multidimensional, es efectuar las transgresiones del ta’wîl a través de los símbolos. Y el conjunto






forma cada vez una unidad de tiempo cualitativo donde el pasado y el futuro están simultáneamente en el presente. Esta iconografía no corresponde a las perspectivas de la conciencia histórica; en compensación, responde a la “perspectiva” en la que se orienta el discípulo de Khezr, aquella que le permite, por el rito simbólico de las circunvalaciones, alcanzar el “centro del mundo”.

En fin, para regresar al concepto de tradición, esbozado hace un instante, si uno busca en qué ambientes espirituales se puede homologar en la cristiandad la dimensión de tal tradición, no faltan signos por los cuales se reconoce a sus testigos. La idea de unir en un mismo estudio a esa comunidad del ta’wîl no parece haber figurado hasta aquí en el programa de las búsquedas de las ciencias religiosas. Sin embargo, hay algo en común entre la manera en la cual Jacob Boehme, J. G. Gichtel, Valentin Weigel, Swedenborg y con él todos sus discípulos, leen y comprenden por ejemplo la historia de Adán en el Génesis o la historia de los profetas como siendo la historia invisible del hombre “celestial” y espiritual cumpliéndose en un tiempo propio donde ella se mantiene “en el presente” y la manera en la cual un teósofo ismaeliano, un Ibn’Arabî, un Semnânî, un Mollâ Sadrâ comprenden esa misma historia tal como ellos la leen en el Qorán (revalorizando al mismo tiempo la sustancia de esos libros que nosotros llamamos apócrifos y de los cuales algunos fragmentos han pasado al texto qoránico).

Pues en el Cristianismo como en el Islam, en el Islam como en el Cristianismo, ha habido siempre discípulos de Khezr.

Aquello que éstos tienen en común es, quizá, la percepción de una unidad de conjunto que exige perspectivas, profundidades, transparencias, llamadas, de las cuales no tienen necesidad o que rehúsan los “realistas” de la letra o del dogma. Y el contraste es mucho más fundamental que cualquier oposición condicionada por la época o por el clima, ya que todo este “realismo” aparece a los “esoteristas” como carente de una dimensión, o más bien de las múltiples dimensiones del mundo que descubre el ta’wîl (las 7 profundidades del sentido esotérico, los “siete profetas de tu ser” en Semnânî). Ese mundo multidimensional, no hay que construirlo, se le descubre en virtud de un principio de equilibrio y de armonía. La Gnosis ismaeliana procede a ese descubrimiento intuitivo por la puesta en acción de la ciencia universal de la Balanza, que indica lo invisible, cuyo contrapeso necesario equilibra lo visible. Los teósofos de la Luz no han hecho más que aplicar las leyes de su perspectiva, interpretando esotéricamente las leyes geométricas de la óptica del ta’wîl, esta es la ciencia esotérica de la Balanza y de la óptica.

Es igualmente el sentimiento de una doble dimensión del ser individual que implica la idea de una contrapartida celeste y divina, su ser “en segunda persona”, el que funda esa antropología mística sobre la cual se han cometido muchos errores, porque se la ha juzgado en términos de antropología común que sitúa individualidades reducidas a la unidimensión de su yo, como equidistantes de un Dios universal en relación uniforme con todas. Es por ello que conviene dar una gran importancia a las páginas donde Ibn’Arabî distingue entre Allâh como Dios en general y Rabb como el señor particular, personalizado en una relación individualizada e indivisa con su vasallo de amor.

Hay, en fin, el trastorno de todas las evidencias que se unen a la historicidad de lo histórico y cuya ley se hace sentir tan imperiosamente en nuestra conciencia de hombres modernos que el no poder dar importancia al sentido histórico o a la realidad histórica de un hecho religioso podría equivaler a rehusarle toda realidad. Se ha tratado de indicar aquí que había otra “historicidad”. Pero la pasión por la cosa materialmente ocurrida va tan lejos que, traspasándose ella misma, arrastra en nuestros días hasta la ficción de “reportajes” que habrían parecido blasfematorios a un piadoso lector gnóstico de los Actos de Juan, sabiendo él que, en la noche del viernes santo, la Voz revela al discípulo atraído a la gruta, el misterio de la Cruz de Luz. Ya que la Verdadera Cruz no es esa cruz de madera que verás cuando redescenderás de aquí...”. Ahora bien, eso, el esoterismo ismaeliano lo ha sabido perfectamente.

Para que el grito DIOS HA MUERTO dejara a los seres presas del abismo era necesario que desde hace largo tiempo hubiera sido abolido el misterio de la Cruz de Luz. Ni la indignación piadosa, ni la alegría cínica pueden cambiar nada. No hay más que una respuesta, la misma que Sophia emergiendo de la noche murmuraría a la oreja del peregrino pensativo que circunvala alrededor de la Ka’aba: ¿Estarías, pues, tú mismo ya muerto? El secreto al cual inician Ibn’Arabî y los suyos, encamina a quienes el grito ha sacudido hasta el fondo de su ser a reconocer qué Dios ha muerto y quiénes son los muertos. Reconocer es comprender el secreto de la tumba vacía. Pero es preciso que el Angel haya desellado la piedra y es preciso tener el coraje de mirar hasta el fondo de la tumba para saber que ella está vacía y que es en otra parte donde es preciso buscarLo. El mal supremo para el santuario es el de convertirse en la tumba sellada delante de la cual se monta guardia y esto se hace porque allí hay un cadáver. Por ello, el coraje supremo es el de proclamar que ella está vacía, coraje de los renunciadores a las evidencias de la razón y de la autoridad porque la única prueba que ellos mantienen es un secreto del amor que ha visto.

Lo que se quiere decir, lo enseña en sí esta anécdota cuyo conocimiento lo debemos al gran sufí iranio Semnânî: “Jesús dormitaba, teniendo un ladrillo por almohada. Entonces llegó el demonio maldito y se detuvo a su cabecera. Cuando Jesús percibió la presencia del Maldito, se despertó y le dijo:

- ¿Por qué has venido. Oh, Maldito?

- He venido a buscar mis cosas.

- ¿Y qué cosas son tuyas aquí?

- Ese ladrillo sobre el cual reposas tu cabeza.

Entonces Jesús (Rûh Allâh, Spiritus Dei) tomó el ladrillo y se lo lanzó a la faz...”.

* * *





En un tratado sobre “El Arte hierático de los Griegos”, Proclus, esa alta figura del Neoplatonismo tardío cuyo estudio se ha abandonado tan injustamente, escribe esto:

Así como en la Dialéctica del amor, se parte de las bellezas sensibles para elevarse hasta aquello que se encuentra como el principio único de toda belleza y de toda idea, así los adeptos de la ciencia hierática toman por punto de partida las cosas aparentes y las ‘simpatías’ que éstas manifiestan entre sí y con los poderes invisibles. Observando que todo está en todo, han colocado los fundamentos de la hierática, sorprendiéndose al ver y admirando en las realidades primeras los últimos seres en llegar y en los últimos, los primeros; en el cielo, las cosas terrestres según un modo causal y celeste y en la tierra las cosas celestes en una condición terrestre. Ejemplo: el heliotropo y su plegaria. ¿Qué otra razón puede darse del hecho de que el heliotropo sigue con su movimiento al del sol y el selenotropo al de la luna, haciendo cortejo, en la medida de su poder, a las antorchas del Mundo? Ya que en verdad, toda cosa ora en la medida del rango que ocupa en la naturaleza y canta la loa del jefe de la serie divina a la cual pertenece, loa espiritual, racional, física o sensible; ya que el heliotropo se mueve en la medida en que es libre de moverse y, si en el giro que hace, uno pudiese oír el sonido del aire batido por su movimiento, nos daríamos cuenta de que ese es un himno a su rey, tal como una planta puede cantarlo”.

Es por J. Bidez que el original griego de este texto de Proclus fue encontrado y publicado en el “Catálogo” (Tomo IV, Unión Académica Internacional, Bruselas, 1928). Había sido traducido al latín durante el Renacimiento por Marsilio Ficino (Tomo I, p. 868, París, 1641). “En ninguna otra parte el último de los antiguos Platónicos habla de un regreso del alma hacia Dios, de cadenas místicas y de teurgia, citando ejemplos tomados entre los que se ven en la vida de los animales, las plantas y los minerales”. La ciencia hierática, colocada bajo el doble patronazgo de Platón y los Oracula Chaldaica, se origina en las almas “hieráticas” o angélicas, mensajeros divinos, cuya misión en la tierra es transmitirnos una noción de los espectáculos sobrenaturales contemplados por ellas en sus preexistencias (compárese con la idea de la esencia angélica del Imâm en la gnosis shiita). En cuanto al método y al principio de esa ciencia, corresponden a los de la dialéctica del amor, es que “la simpatía atrae, como el semejante actúa sobre el semejante... la semejanza crea un lazo capaz de encadenar los seres unos a otros... El Arte hierático se sirve de la filiación que une a los seres afines de abajo con los de arriba, para conseguir que los dioses desciendan hacia nosotros y nos iluminen o más bien que nosotros nos acerquemos a ellos de manera que los descubramos en teopatías y teofanías capaces de unir nuestro pensamiento al suyo en los himnos silenciosos de la meditación”.

Ese texto de un filósofo y poeta, que tiene el sentimiento hierático de la Belleza, nos parece un texto ejemplar, eminentemente apto para preludiar temas de profunda meditación. Conecta “dialéctica de amor” y “arte hierático” ambos fundados sobre un mismo principio: la comunidad de esencia entre los seres visibles e invisibles. “Se puede ver sobre la Tierra -dice aún Proclus- soles, lunas en condición terrestre y en el cielo, en condición celeste, todas las plantas y animales, viviendo espiritualmente”.

Proclus resalta aún otro caso. Así, por ejemplo, “el loto manifiesta su afinidad y simpatía con el Sol. Antes de la aparición de los rayos solares la flor está cerrada, se abre dulcemente al levantarse el Sol, se expande a medida que el astro sube al zenit y de nuevo se repliega y cierra, mientras desciende. ¿Qué diferencia hay entre el modo humano de loar al Sol y aquel del loto que despliega o repliega sus pétalos? Esos son sus labios y ese su himno natural”.

Es inútil comentar más filosóficamente ese emblema, que en la India permanece como un gran símbolo espiritual tomado como ejemplo de pureza, sabiduría, etc... Como hemos dicho ya a menudo en nuestros textos precedentes.

En fin, esa comunidad de una misma esencia que se pluraliza en varios seres, no es percibida con la ayuda de una argumentación que se remonte del efecto a la causa; es la percepción de una simpatía, de una atracción recíproca y simultánea entre el ser aparente y su príncipe celeste, es decir uno de aquellos que Proclus designa en otro lado como Ángeles creadores, generadores y salvadores, que, agrupados en coros, escoltan al Arcángel o al Dios que los conduce, así como las flores de la Tierra hacen cortejo al Ángel que es el jefe de la “serie divina” a la cual ellas pertenecen.

Es preciso pensar aquí en las cadenas o series místicas que explican y justifican las prescripciones del arte hierático y teúrgico. Esas series “son reconocibles cada una por semejanzas, afinidades y simpatías especiales que producen plegarias específicas, siendo la verdadera plegaria un acercamiento y asimilación del ser inferior al dios director y patrón de su serie y se ve concurrir así en sus elevaciones religiosas, jerarquías paralelas de ángeles, demonios, hombres, animales, plantas y minerales”. Es de la “cadena heliaca” que en ese pequeño tratado Proclus toma la mayoría de sus ejemplos.

Antes de terminar debemos decir una palabra sobre esa plegaria como fuerza creadora y para ello recurrir a la noción de la imaginación.

Alexandre Koyré (en “Místicos, Espirituales, Alquimistas del siglo XVI alemán”), escribe: “La noción de imaginación como intermediaria mágica entre el pensamiento y el ser, encarnación del pensamiento en la imagen y posición de la imagen en el ser, es una concepción de la más alta importancia que juega un papel en primer plano en la filosofía del Renacimiento y se la encuentra en la del Romanticismo”.

Esta observación tomada de uno de nuestros mejores intérpretes de las doctrinas de Boehme y Paracelso, nos hace retener por una parte: la noción de imaginación como producción mágica de una imagen, el tipo mismo de la acción mágica, incluso de toda acción como tal y por excelencia de toda acción creadora; por otra parte la noción de la imagen como cuerpo (cuerpo mágico, cuerpo mental) en el que se encarnan el pensamiento y la voluntad del alma. La imaginación como poder mágico creador que, dando nacimiento al mundo sensible, produce el Espíritu en formas y colores; el mundo como Magia divina “imaginada” por la divinidad, es la antigua doctrina tipificada en la yuxtaposición de las palabras Imago-Magia que Novalis reencontraría a través de Fichte. Pero aquí se impone una puesta en guardia inicial: esta Imaginatio, sobre todo, no debe ser confundida con la fantasía. Como lo observaba ya Paracelso, a diferencia de la Imaginatio, la fantasía es un juego del pensamiento, sin fundamento en la naturaleza, no es más que “la piedra angular de los locos” (“Die Fantasey ist nicht Imaginatio sondern ein eckstein der Narren...”) Paracelsus, Ein ander Erklärung der Gesammten Astronomey (ed. K. Sudhof X, p. 475).

Trazaremos aquí las líneas de la hermosa exposición que, sobre el valor de la Imaginación, hace Henry Corbin. (“La Imaginación Creadora en el Sufismo de Ibn’Arabî”, págs.134-136).

La observación de Paracelso es una puesta en guardia esencial. Previene del peligro de una confusión corriente que resulta de concepciones del mundo en las que sólo se habla de la función “creadora” de la imaginación a la manera de una metáfora. Tantos esfuerzos han sido gastados en teorías del conocimiento, tantas “explicaciones” (procedentes de una forma u otra del psicologismo, del historicismo, del sociologismo) han llegado a anular la significación objetiva del objeto, que por comparación con la concepción gnóstica de la imaginación, en la cual ésta pone en verdad algo real en el ser, hemos llegado a un agnosticismo puro y simple. Es a este nivel que, cesando todo rigor terminológico, la imaginación se confunde con la fantasía. Que ella tenga un valor noético, que sea órgano del conocimiento, porque es “creadora” del ser, es una noción que se inserta difícilmente en nuestros hábitos mentales.

Sin duda se plantea una cuestión preliminar: ¿Qué es en el fondo la creatividad atribuida al hombre? Pero, ¿se puede responder sin haber ya presupuesto el sentido y la validez de esas creaciones? Que haya necesidad no sólo de traspasar la realidad en un estado dado, sino de sobrellevar, en ese mundo impuesto, la soledad del yo librado a sí mismo (el nada-más-que-yo, Nur-Ich-Sein, cuya obsesión puede hacer tocar la locura) ¿Cómo no sólo convenir con aquello, sino hasta comenzar a hablar de ello, si desde ahora no se ha presentido en el fondo de si mismo ese traspasamiento y decidido sin duda sobre su sentido? Cierto, las expresiones "creador” y “actividad creadora” forman parte de nuestro lenguaje corriente. Pero sea que tal actividad termine en una obra de arte o en una institución, no es en esos objetos, que no son más que expresión y síntoma, que está contenida la respuesta a la cuestión de saber cuál es el sentido de la necesidad creadora del hombre. Estos mismos objetos toman lugar en un cierto mundo, pero su aparición y significación procede en primer lugar del mundo interior donde ellos fueron concebidos; es nada menos que este mundo, o más bien la creación de este mundo interior, lo que puede estar a la altura de la actividad creadora del hombre y que por ello otorga una indicación en cuanto al sentido de la creatividad y en cuanto al órgano creador que es la Imaginación.

Desde entonces todo va a depender del grado de realidad que se reconozca a ese universo imaginado y por tanto del poder real reconocido a la Imaginatio que lo imagina; a su vez, una y otra cuestión dependen de la idea que uno se hace de la creación y del acto creador.

En cuanto al universo imaginado, puede suceder que lo que se responda parezca un deseo o un desafío porque no se dispone más de un esquema de la realidad que haría lugar a un universo intermediario entre el universo de los datos sensibles, con los conceptos que expresan las leyes empíricamente verificables y un universo espiritual, un reino de los Espíritus, al cual la Fe sola tiene aún acceso. Desde ahora la degradación de la Imaginación en fantasía se ha cumplido. Se llegará entonces a oponer la fragilidad y gratuidad de las creaciones del arte a la consistencia de las realizaciones “sociales” y éstas serán propuestas como la justificación de aquéllas, incluso como su explicación. Finalmente, entre lo real empíricamente controlable y lo solamente irreal, no hay más grado intermediario. Todos los indemostrables, los invisibles, los inaudibles, serán clasificados como creaciones de la imaginación, es decir como productos de esa facultad que segrega propiamente lo imaginario, lo irreal. En ese contexto de agnosticismo, será admitido que la divinidad y todas sus formas son creaciones de la imaginación que es como decir de lo irreal. ¿Qué sentido podría tener aún orar a esa divinidad, sino el de un engaño desesperado? Creo entonces que podemos medir de un solo golpe el abismo entre esta noción toda negativa de la Imaginación y aquella de la cual vamos a tratar si, precediendo al análisis de los textos que van a seguir, respondemos como si retomásemos el desafío, pues bien, precisamente porque esa divinidad es tal*, ella es real y existe y por esta causa la Plegaria que se le dirige tiene sentido.

La noción de Imaginación a la cual nos introduce aquí la breve alusión a nuestros teósofos del Renacimiento, requeriría una vasta investigación de sus obras. Sería preciso además leer o releer con una intención en la cabeza, todos los testimonios de la experiencia mística visionaria. Es así que entre la teosofía de un Ibn’Arabî y la de un teósofo del Renacimiento o de la escuela de Jacobo Boehme, existen correspondencias muy notables para motivar estudios comparativos bosquejando la situación respectiva del esoterismo en el Islam y en el Cristianismo. De una parte y otra encontramos la idea de que la divinidad posee el poder de imaginar y que es imaginándolo como Dios ha creado el Universo; que este universo lo ha sacado de su propio seno, de las virtualidades y poderes eternos de su propio Ser; que existe entre el universo del espíritu puro y el del mundo sensible, un mundo intermediario que es el mundo de las Ideas-Imágenes (mundo de la “sensibilidad suprasensible”, aquel del cuerpo mágico sutil, “el mundo donde se materializan los espíritus y donde se espiritualizan los cuerpos”, se dirá en el sufismo); que ése es el mundo sobre el cual propiamente tiene poder la Imaginación, que produce efectos tan reales que pueden, imaginando, “modelar” al sujeto y que la Imaginación “vacía” al hombre en la forma (el cuerpo mental) imaginado por él. De manera general, nos damos cuenta aquí de que el grado de realidad acordado así a la Imagen y la creatividad reconocida a la Imaginación, son correlativos de una noción de creación completamente ajena a la idea teológica oficial, aquella de la creación ex nihilo, tan introducida en nuestros hábitos que tendemos a hacer de ella la única idea auténtica de creación. Se podría incluso preguntar si no hay una correlación necesaria entre la idea de creación ex nihilo y la degradación de la Imaginación ontológicamente creadora, de modo que la decadencia de esta Imaginación creadora en fantasía segregadora sólo de lo imaginario y lo irreal, caracterizaría nuestro mundo laicizado, tal como lo preparó el mundo religioso al cual éste sucede y donde reinaría precisamente esta idea característica de esta creación ex nihilo.

Sea como fuere, la idea inicial de la teosofía mística de Ibn’Arabî y de todas las que le son emparentadas, es que la Creación es esencialmente una teofanía (tajallî). Como tal, la creación es un acto del poder imaginativo divino: esta Imaginación divina creadora es esencialmente Imaginación teofánica. La Imaginación activa entre los Gnósticos es a su vez una Imaginación teofánica; los seres que ella “crea” subsisten con una existencia independiente, sui generis, en el mundo intermediario que les es propio.

El Dios que ella “crea”, lejos de ser lo irreal de nuestra fantasía, es también una teofanía, ya que la Imaginación activa del ser humano no es más que el órgano de la Imaginación teofánica absoluta (takhayyol mottlaq). La Plegaria es una teofanía por excelencia; a ese título es creadora; pero precisamente el Dios al que ora -porque lo “crea”- es el Dios que se revela a ella en esta Creación, y esta Creación, en ese instante, es una de entre las teofanías cuyo Sujeto real es la divinidad revelándose a sí misma.

Toda una secuencia de nociones y paradojas se encadenan con rigor. Sería preciso que recordemos algunas esenciales, antes de considerar en el ser humano el órgano de esta Imaginación teofánica, que es el corazón, y la creatividad del corazón.

Mas, ay, no podemos en el marco restringido de nuestros “Propósitos” proseguir el análisis de tales consideraciones, hemos querido resaltar solamente las posibilidades que son ofrecidas al hombre en su impulso hacia la ascensión espiritual.

“Piensa en Dios más a menudo que lo que tú respiras”, decía Epicteto, animando de esa manera al ser humano a elevarse hacia la Conciencia Cósmica. Es en este género de concentración que los Místicos han aprendido verdaderamente algo; como escribía Ralph Waldo Emerson: “Ningún hombre ha orado alguna vez sin aprender algo”. Es que la plegaria coloca al individuo sobre un plano que le permite una misma pulsación con el Universo Macrocósmico, desgraciadamente la plegaria fue casi siempre mal interpretada, a pesar de los métodos detallados que fueron elaborados, desde las profundas meditaciones a la manera de los orientales hasta las técnicas de los cristianos, desde San Pablo hasta San Benito.

Muy pocos hombres han sabido orar, como San Juan de la Cruz o San Bernardo de Clairvaux, escribe el Dr. Alexis Carrel, quien agrega: pero no hay necesidad de ser elocuente para ser atendido.

En efecto, ignoramos demasiado las posibilidades que están reservadas a aquellos que se dan enteramente a la Vía Espiritual y es eso lo que ha hecho decir al autor de “El Hombre, ese desconocido: “La Ciencia brilla, mientras la Religión se apaga. Seguimos a Descartes y abandonamos a Pascal”.

En fin, para terminar tomemos algunas líneas de ese gran sabio que es el Dr. Alexis Carrel, quien en la Introducción a su magnífico librito “La Plegaria”, escribía:

Hablar de la plegaria a los hombres modernos parece, a primera vista, un esfuerzo inútil. Sin embargo, ¿no es indispensable que conozcamos todas las actividades de las cuales somos capaces? Ya que no podemos dejar inutilizada ninguna de ellas, sin grave peligro para nosotros o nuestros descendientes. La atrofia del sentido de lo sagrado y del sentido moral se muestra tan nociva como la atrofia de la inteligencia. Estas líneas se dirigen pues a todos, a incrédulos como a creyentes. A todos, en efecto, la vida, con el fin de triunfar, impone las mismas obligaciones. Ella pide que nos conduzcamos de la manera prescrita por nuestra estructura corporal y mental. Es por ello que nadie debe ignorar las necesidades más profundas y más sutiles de nuestra naturaleza.

(Seguirá en la próxima publicación)

Julio 1958.





1Autor de numerosas obras filosóficas (Obras Místicas de Sohrawardî, - Avicena y el relato visionario-, Comentario de la Qasîda Ismaeliana, etc.)

2Imâm, modelo, Prototipo. Ritualmente es aquel que preside la plegaria en común; esa palabra designa generalmente al jefe de una comunidad religiosa.

3Avicenne (o Avicena) pseudónimo de Al-Hossein: filósofo, matemático, nacido en Chriraz, Persia en el 980 y muerto por traición de los allegados de Hamadar en 1057. Médico, también fue llamado por los árabes: “Príncipe de los Doctores”. (Una de sus obras de medicina fue adoptada por la Facultad de Montpellier en Francia bajo el reino de Luis XIV. Fue también el primero en proponer la prueba del nueve para la verificación de las operaciones de matemática.).

4Del griego “peripatéticos”: peri, alrededor; patein, marchar. Peripatetismo= Filosofía de Aristóteles. El célebre filósofo tenía la costumbre de enseñar caminando, subiendo y bajando constantemente los escalones del Liceo de Atenas.

5Ese pasaje de las Fotûhât se encuentra en la edición del Cairo 1329, Vol. I,pág. 153-154.

6La Kaaba es la piedra sagrada que da lugar a las peregrinaciones de los Musulmanes en la ciudad santa de La Meca. Sería un meteorito caído en los días de la expulsión de Adán y Eva del Jardín del Edén!.. Es el mismo Templo donde se encuentra la Gran Piedra Cúbica alrededor de la cual hacen el giro los peregrinos, besando la piedra.

7 ’âlam al-mithâl “el mundo de las analogías”, el mundo formal, tanto psíquico como corporal; corresponde a ’âlam al-khayâl “el mundo de la imaginación”.

8En una extensa obra (el “Yoghismo”) hemos analizado en detalle todas estas prácticas.

9Los Ismaelianos tienen Dais (Instructores) que enseñan igualmente según 7 grados con lecciones de un esoterismo tradicional que eleva cada vez al adepto a un nivel superior, hasta la libre práctica y creencia.

*N. E.: Parte asignada

*NE: Monofisismo: interpretación de la unidad entre la naturaleza humana y la naturaleza divina de Cristo. Docetismo: negación de la realidad material del cuerpo de Cristo, considerado solo como apariencia.

10Hemos estudiado ya en esta serie de “Propósitos Psicológicos” la cuestión de los Ebionitas y de los Gnósticos, éstos como otros movimientos “crísticos” se han desligado enteramente de los “cristianos”, sobre todo de aquellos que siguiendo el ejemplo de San Pablo no encaraban más que el exoterismo de la enseñanza.

11La orden de los Montanistas fue fundada por Montanus en el año 150. Sacerdote Convertido de Cybel en Frigia, profetizaba la “Nueva Jerusalem”. El se encuentra en el origen del movimiento de revuelta contra los Gnósticos intelectuales que atrajo la formación de los Gnósticos austeros.

*NE: Nunc=Ahora

*NE: es decir, “precisamente porque esa divinidad es una creación de la Imaginación, es real…”