Serge Raynaud de la Ferrière

Los

Propósitos

Psicológicos

Tomo XXXIII



Místicos Y Humanistas





ENSENANZA PERIÓDICA SOBRE LA CIENCIA

DEL PENSAMIENTO, DEL ALMA Y DEL ESPIRITU.







STICOS Y HUMANISTAS

La primera comunidad europea nació el día de Navidad del año de gracia 800. Ese día, Carlomagno rey de los Francos, amo ya de una gran parte del continente europeo, asistía a la misa celebrada por el Soberano Pontífice en la Basílica San Pedro de Roma. Estaba arrodillado cerca del Altar Mayor, sumergido en la plegaria, cuando el Papa, avanzando hacia él, colocó sobre su frente la corona de los Césares.

Hasta entonces la enseñanza no había sido dada más que por y PARA la Iglesia. Pero el imperio carolingio, por su poderosa organización emprendió la realización de una reforma total de la antigua enseñanza clerical. En resumen, ese fue el punto de partida de las escuelas “públicas” abiertas a TODOS los alumnos.

Después de la muerte del Gran Emperador, otro poder, exclusivamente espiritual, iba a retomar la obra educativa esbozada antaño por el “Patrón de los escolares”, esa fue la tarea designada a la Universidad de París del medioevo.

A esta Universidad parisiense iba a ser conferida la misión de ejercer una especie de arbitraje a través de toda Europa, gracias a la brillantez de su enseñanza universalmente buscada.

Ese Studium parisiense representará una luz espiritual cuyo campo de radiación no sería específicamente parisino, ni siquiera francés, sino ecuménico. En la Universidad de París se encontrarán las “naciones” y los dos más grandes doctores y maestros de París fueron extranjeros: un Alemán (Albertus) y un Italiano (Santo Tomás de Aquino). Así se afirmaba desde los orígenes el carácter fundamental que, a través de todas las vicisitudes ha sobrevivido en la enseñanza universitaria francesa, a saber, el principio de la Universalidad de la Verdad, ciertamente objeto de discusión, como lo hace notar Juan Eduardo Spenlé1, pero colocado por encima de todas las diversidades de origen, de lengua y de raza.

Esta Universidad medieval no poseía nada, lo cual no excluía los medios de subsistencia acordados a título de socorro a algunos de sus miembros agrupados en corporaciones. Estos medios destinados a la ayuda de los escolares pobres, fueron los gérmenes de los cuales salieron los “Colegios”. Uno de los primeros y el más célebre de todos, fue la Sorbona. Fundada en 1257 por el maestro teólogo Robert de Sorbon, capellán y confesor del rey San Luis.

Es en uno de estos “colegios” que fue a refugiarse en 1496, un joven clérigo llamado Erasmo de Rotterdam, para preparar su bachillerato y en lo posible su doctorado en teología. ¿Habría podido creerse al ver a este estudiante taciturno, adelgazado por los ayunos quien a fuerza de ingeniosidad había logrado evadirse de su convento, que sería un día el maestro unánimemente venerado por todas las Universidades de Europa, que debía llevar en la historia el título por todos reconocido y respetado de Padre del Humanismo?

Había nacido de un adulterio (en Rotterdam en 1469). Circunstancia agravante, su padre era un sacerdote, lo que agregaba a la mancha de un nacimiento ilegítimo la maldición de una especie de sacrilegio, -ex illicito et, ut timet, incesto damnato que coitu genitus,- en estos términos brutales la Santa Sede formulará más tarde una especie de absolución retrospectiva acordada por Roma, para este retoño ilegítimo nacido en condiciones tan indeseables. Huérfano a los 15 años, fue recogido en una escuela capitular, más tarde transferido a un convento, donde se orientó hacia las órdenes monásticas, no porque haya obedecido a una imperiosa vocación religiosa... El claustro representaba para él un refugio donde podría dedicarse en silencio a las cosas del pensamiento. Logró rápidamente hacerse destacar por sus superiores en calidad de secretario de su obispo, lo cual le permitió ligarse con personalidades bien conectadas y fue gracias a esas protecciones que logró hacerse inscribir en la Universidad de París. Más tarde, fue repetidor para jóvenes ingleses y alemanes de paso por París, fueron años de molestia, vecina de la miseria. El tenía ya treinta años cuando una estancia en Inglaterra, particularmente en la Universidad de Oxford iba a señalar una vuelta decisiva en su carrera, así como en su círculo de amigos.

Fue durante el invierno de 1499, que Erasmo dijo adiós definitivamente a la enseñanza escolástica y que se le reveló por primera vez en su radiante esplendor, el humanismo antiguo. Al mismo tiempo que las fuentes primitivas de un cristianismo renovado, se descubrían al joven humanista los esplendores de un mundo antiguo resucitado.

El Humanismo suscitó desde el inicio, un vasto movimiento colectivo que, bajo el nombre de Renacimiento, expuso a la luz del día una sabia exhumación de las obras de la antigüedad greco-romana, generalmente condenadas por la Iglesia y escondidas en los conventos. Partiendo de Italia en los siglos XV y XVI, gracias a la invención de la imprenta, ese movimiento ha ganado toda la alta intelectualidad europea y finalmente ha tomado cuerpo en la personalidad más representativa por su genio de búsqueda y por la extensión de sus altas relaciones en los mundos más variados: a saber, Erasmo de Rotterdam, el bien llamado “Padre del Humanismo”.

Durante el curso de una noche de insomnio, él tuvo un extraño sueño, que contó a sus huéspedes con el único fin de divertirlos. Intituló esta extraña visión: “Encomium mariae”, lo cual quiere decir “Elogio de la Locura”.

Bajo esta aparente burla en boca de un autor tan reputado como sabio y estudioso, se comprende que se oculta una segunda intención inexpresada.

Sus primeros escritos: los Adagios, los Coloquios, el Antibárbaros, el Enchirion militis christiani, estaban ya en manos de todos y todas las Universidades solicitaban sus consejos. Protegido por los más altos prelados y por el mismo Papa, alcanzó a los cincuenta años, parece ser, el punto culminante de su gloriosa carrera.

Desiderius Erasmo había publicado una Traducción latina del Nuevo Testamento donde ponía al desnudo los errores contenidos en el texto de la Vulgata (el único autorizado por la Iglesia romana). Pero, con mucha habilidad supo eludir el conflicto, dedicando devotamente esta traducción a Su Santidad el Papa León X quien aceptó el respetuoso homenaje. De golpe, el autor se encontraba al abrigo de todos aquellos que habrían podido tasar de herejía esta audaz depuración. Pero había riesgo de que el conflicto renaciera en otro terreno y con otro personaje que se colocaba también en el papel de crítico, dedicado a esa misma tarea depuradora: Martín Lutero.

Dos años antes de su instalación en Basilea (Suiza), Erasmo había recibido, en abril de 1519, una carta redactada en términos muy admirativos, que le dirigía un monje de la Orden de los Agustinos, maestro en teología en la Universidad de Wittenberg que firmaba Martín Lutero. Pero, cuántos contrastes entre ese sabio, replegado sobre sí mismo en su gabinete silencioso y su antípoda, el combativo Martín Lutero, hijo y nieto de campesinos, dotado de una superabundante vitalidad, gran comelón y buen vividor que se felicitaba por haber roto el celibato y haberse casado con una monja evadida como él del convento.

Es a continuación de un pequeño incidente con uno de sus antiguos alumnos llamado Ulrich von Hutten, que Erasmo tomó una posición más nítida. El debate fue llevado ante la opinión de sus contemporáneos y sometido así al juicio de la posteridad. Con esa meta, lanzó al mundo en 1524, un panfleto intitulado: De libero arbitrio, donde declaraba abiertamente la guerra a Lutero; éste era el abogado del “todo o nada” y de ahí la predestinación integral. Se es o esclavo del Pecado o esclavo de Dios, a ese dilema llegaría su famoso tratado De servo arbitrio, donde él tomaba lo completamente opuesto al “libre-arbitrio” erasmiano.

Cansado de las discusiones y ataques de los cuales había sido objeto en Basilea, Erasmo se decidió por una nueva residencia más calmada, Friburgo, capital del Condado de Brisgau, posesión de la Casa de Austria y donde la Reforma no había penetrado. Casi sin fuerzas, tuvo justo la energía necesaria para prepararse a partir en el mes de agosto de 1535 y hacerse transportar a Basilea en una litera. Los protestantes dominaban en esa ciudad donde ya no había ni iglesia ni culto católico. No iban a sorprenderse los otros de verlo regresar a una ciudad pasada enteramente a la Reforma?. Pero aunque sus sufrimientos se habían convertido en intolerables él no perdió la conciencia un solo instante durante esta larga y dolorosa agonía. Murió rodeado de sus amigos en la noche del 21 al 22 julio de 1536. Aunque el culto católico había sido desterrado de la Catedral, fue ahí donde lo inhumaron. Los estudiantes llevaron el ataúd sobre sus espaldas y fue enterrado en la nave principal de la catedral, cerca de los peldaños por donde se accede al Coro. Extraña ironía de la suerte... Poco tiempo antes de su muerte, había recibido una carta del nuevo Papa ofreciéndole el sombrero de cardenal, acompañado de las más ricas prebendas. Esta vez él responde orgullosamente con un rechazo categórico a esta distinción. “Convendría a un hombre moribundo tomar sobre él cargas que ha rehusado toda su vida?”. El mismo Renacimiento, del cual había sido el apóstol, reconocido y respetado universalmente, no marcaba por el contrario una evasión necesaria fuera de esta tiranía exclusiva ejercida hasta ahora por el clero y la teología de la Edad Media? El nombre de Erasmo de Rotterdam estaba indisolublemente ligado a esta grande y saludable emancipación.

Después de esta primera etapa liberadora, surgirá en Francia, una segunda etapa marcada por un acrecentamiento del pensamiento filosófico. Ese será “el siglo de Voltaire”.

Voltaire marca un acontecimiento de primera importancia en la historia del humanismo europeo. Sin embargo, es preciso decirlo, si él ha ejercido en los dominios más variados de la literatura, no ha podido hacerse valer en ninguno. Es Diderot -el más lúcido de sus colaboradores- quien decía: “Este hombre, no es sino el segundo en todos los géneros”. Fréron, su adversario, tenía a su respecto un juicio idéntico: “Yo no creo que sea posible tener más talento que el señor Voltaire. El es tal vez el primero que, a fuerza de talento, ha podido pasar por genio”.

Preocupado por la poesía, tanto como por los placeres, rimó unos versos desvergonzados que le valieron una primera estancia en la prisión de la Bastilla. Un hombre de letras, pensaba, no puede conquistar la gloria más que por una tragedia. Voltaire hizo representar entonces Edipo en el Teatro Francés en 1718. Para consagrar su reputación, emprendió de inmediato una epopeya, La Henriada. Cuando ésta aparece en 1773, Voltaire es consagrado gran hombre. El aprovecha para deslizarse en la Corte, donde gusta a la Reina y va emparejado con los más grandes Señores. Pero, el Caballero de Rohan, a quien había empujado en los bancos del teatro, lo hace bastonear públicamente, después, como Voltaire gritaba un poco fuerte, es encerrado en la Bastilla. El prisionero no puede salir sino prometiendo cruzar a Inglaterra. Ese fue el acontecimiento “providencial” que iba a abrirle todo un nuevo mundo.

Más que por el aspecto político, económico y burgués, es por el lado filosófico y religioso que la vida inglesa retuvo la atención del visitante francés. Ahí tomó nítidamente conciencia de aquello que podría llamarse el motivo central y obsesivo de toda la polémica volteriana, a saber, la guerra declarada a todas las formas y manifestaciones del fanatismo religioso.

Entre las manifestaciones de esta libre expansión de la vida religiosa en Inglaterra, hay una que produjo sobre su pensamiento una impresión particularmente profunda, a saber, la secta de los Cuáqueros (Quakers). Considerándose un retoño directo de la primitiva comunidad cristiana, esa secta no solamente vivía aparte de todo dogma enseñado oficialmente, de toda jerarquía u organización clerical, sino que inclusive rechazaba reconocer cierto número de instituciones políticas o jurídicas que estimaba contrarias al espíritu del Evangelio, tales como el recurso a los tribunales, la prestación de juramento, el servicio en el ejército. Pero aquello que atraía más aún la simpatía de Voltaire por esta secta era su anti-dogmatismo -en términos más modernos su anticlericalismo- que remplazaba el culto por un llamado continuo a la libre inspiración individual. Desgraciadamente su error, a sus ojos, era el de querer a todo precio permanecer como una “secta” cerrada, aparte de la sociedad en la cual ella vivía, y el rechazar su adhesión a las nuevas luces traídas por la filosofía.

Ya que la filosofía-Voltaire estaba cada vez más convencido- es también el privilegio si no de una secta, al menos de una ínfima minoría. “Dividid el género humano en veinte partes”, declaraba, “hay diecinueve compuestas de aquellos que trabajan con sus manos y que no sabrán jamás que existe en el mundo un filósofo llamado Locke. ¿Cuántos hombres que lean se encontrarán en la parte número veinte? Y entre esos mismos hay veinte que leen novelas contra uno que estudia la filosofía. El número de aquellos que piensan es infinitamente pequeño y, a esos, no les vendrá jamás la idea de turbar el mundo”.

El siglo de Voltaire será pues “el siglo de la filosofía”. Pero ¿de qué filosofía se trata? Voltaire quiere ante todo despejar los resultados positivos recogidos durante esos años de observación pasados al otro lado de la Mancha. Aquello que sorprende aquí aún, es la ventaja tomada por los filósofos y los sabios ingleses sobre sus colegas franceses. Aquello que él reprocha a los últimos -y sobre todo a Descartes- es esta filosofía puramente geométrica que se contenta con “aclarar” el pensamiento a la luz del razonamiento sin llegar jamás a un sistema verdaderamente explicativo y constructivo del mundo. Se ha encontrado un hombre en Inglaterra, Newton, que desvela de pronto horizontes aún inexplorados, a continuación de una iluminación resplandeciente. Un día él se paseaba en su jardín, cuando vio de repente caer un fruto de un árbol y esta caída le despertó de inmediato la idea de una “gravitación universal” por la cual debían explicarse los movimientos de los astros.

Aquello que Voltaire trata ante todo de poner a la luz es la admirable atención con la cual el público inglés ha seguido y acogido ese descubrimiento que golpeaba frontalmente las viejas concepciones bíblicas sobre la antigüedad del mundo.

A este respecto, Juan Eduardo Spenlé, escribe (“Voltaire y el Siglo de las Luces”): “Y esto nos trae al problema central del pensamiento filosófico de Voltaire. Si todas estas exploraciones, descubrimientos y explicaciones nuevas de la ciencia están reservadas a una ínfima “élite” y permanecerán siempre como misterios impenetrables a la inmensa mayoría de los hombres, cual será el dominio propio de la filosofía? Queda confinada al interior de un cenáculo de iniciados, los únicos que comprenderán el lenguaje? O bien, no será llevada a crearse medios de difusión -incluso de vulgarización- que bajo una forma más o menos simplificada y arreglada, la harán accesible a un gran público? Frente a este poder del oscurantismo sistemático que representa el fanatismo religioso, tan poderosamente explotado por la Iglesia, no convendría organizar una propaganda en sentido inverso que, por lo menos, paralizaría esa fuerza enemiga, armada de tan temibles amenazas o de tan falaces promesas? He ahí el problema que, más y más, orientará en adelante la actividad del filósofo”.

En 1760, Voltaire se instaló en Ferney, el Voltaire de los últimos años fue llamado “el Rey Voltaire”. Acantonado con su Corte, renovada sin cesar, está en perpetuas conversaciones con sus vecinos inmediatos de la República de Ginebra, a quienes escandalizó por sus aires de gran señor y por las representaciones teatrales organizadas con gran estruendo, a las puertas mismas de la austera y pudibunda ciudad de Calvino.

Como para burlarse de sus vecinos, ha asociado a su persona un jesuita: el Padre Adán, lo cual no le impide mantener correspondencia con Federico II, notorio Franc-Masón. Cuán elocuente en su simplicidad es esa última carta dirigida por el rey filósofo al Rey de Prusia, poco tiempo antes de la muerte del gran Federico:

Es cierto, pues, Señor, que al final los hombres se aclaran y que aquellos que se creen pagados para cegarlos, no son siempre dueños de reventarles los ojos. Gracias sean rendidas a Vuestra Majestad. Vos habéis vencido los prejuicios como a vuestros otros enemigos. Sois vencedor de la superstición y sostén de la libertad germánica. Vivid más largo tiempo que yo, para afirmar los imperios que habéis fundado. Pueda Federico el Grande ser Federico-Inmortal” (París, 1º de abril de 1778).

Cuando apareció el primer volumen de la Enciclopedia, en junio de 1754, Voltaire se encontraba en Berlín y no parece haber prestado gran atención a la invitación un poco ceremoniosa que le enviaban los dos directores, Diderot y d’Alembert.

Diderot ha guardado siempre con respecto a Voltaire un prejuicio desfavorable”, escribe Raynaud Naves en su monografía tan escrupulosamente documentada sobre Voltaire y la Enciclopedia, “el prejuicio del hombre de oficio contra el aficionado, el prejuicio del trabajador contra el inquieto toca-a-todo. Y por su lado Voltaire, considerará siempre a la Enciclopedia como una compilación aburrida, con la actitud desdeñosa del hombre de gusto que quiere interesarse en el trabajo de los obreros, pero que sabe colocarlos en su puesto en la jerarquía literaria. Por otro lado, él mismo había concebido el proyecto de un diccionario filosófico más ligero que debía constituir una especie de manual portátil del hombre honesto”.

Voltaire había adquirido desde hace largo tiempo la convicción de que la inmensa mayoría de los hombres es refractaria a toda independencia de juicio. Él era en el fondo un aristócrata del pensamiento. Así lo ha juzgado más tarde otro representante de la aristocracia intelectual, Federico Nietzsche, quien le ha dedicado su primera gran obra de crítica y análisis moral, titulada Humano, demasiado humano. Por una maravillosa coincidencia, esta publicación aparecía en el mismo momento de la celebración del centenario de Voltaire, del gran apóstol de la libertad de pensamiento. “Voltaire”, señala a este propósito Nietzsche, “se encontraba en las antípodas de los revolucionarios franceses. El era un gran señor del espíritu, tanto como yo. ‘Aplastad al infame’, he ahí su palabra de orden. Y ésa es también la mía. Sin duda el estado de naturaleza es horrible. El hombre es una bestia de presa. Pero nuestra civilización es una continua victoria lograda sobre esta bestia primitiva”.


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Es Nietzsche quien ha planteado la pregunta, “Goethe es alemán?”. Pregunta muy extraña a primera vista, pero se trataba, para ese gran demoledor de valores en curso, de someter a una escrupulosa crítica el “culto de Goethe” que había tomado en la Alemania guillermina proporciones de una verdadera religión nacional, con sus teólogos, sus dogmas, sus archivos, sus congresos y su vasta cofradía de “especialistas en goethéismo”. Toda Alemania parecía admirarse a sí misma en su poeta. Tocar a Goethe era tocar lo más sagrado que había en un patriota alemán, herir su amor propio en sus susceptibilidades nacionales más sombrías, en el orgullo de su “cultura”. A fin de cuentas, nosotros somos el “pueblo de Goethe” declaraba el filisteo pretendidamente “cultivado” enorgulleciéndose.

Esta idolatría pedantesca daba náusea al gran demoledor de ídolos que representaba el autor de “Así hablaba Zarathustra”. No es que se propusiera ciertamente derrumbar la admiración que la persona y la obra de Goethe podían reivindicar legítimamente. Echar del Templo a la plebe de parásitos arrogantes e instaurar un nuevo culto, más personal, más verídico, reservado a una “élite” de conocedores, he ahí el pensamiento en el cual se inspiraba. “Goethe”, decía él, “dejaba tan atrás a los alemanes, que no debe ser considerado como uno de ellos. El representa una fanfarria que ellos lanzan de tiempo en tiempo más allá de las fronteras”.

Goethe es el hombre universal, como lo ha dicho uno de los grandes poetas franceses: Paúl Valery, él puede ser colocado no importa en qué tiempo, no importa en medio de qué pueblo, y no parece pertenecer más que por accidente a la raza de la cual forma parte.

Esta “universalidad” no representa en Goethe un milagro directamente caído del cielo. Ella fué más bien el fruto lentamente madurado de una larga y perseverante experiencia humana. Para convencerse basta releer las páginas de su Autobiagrafía (en Dichtung und Wahrheit) donde evoca la historia de su infancia en la vieja e imperial ciudad alemana de Frankfurt am Main. El joven Wolfgang Goethe absorbe, revuelto, todo el repertorio francés, Corneille, Racine, Moliere, hasta Destouches, Marivaux, Diderot, Rousseau.

No podéis figuraros”, declaraba más tarde a su fiel confidente Eckermann, “el ascendiente irresistible que ejercían sobre mí, en el tiempo de mi juventud, Voltaire y sus grandes contemporáneos franceses y hasta qué punto sus personalidades dominaban desde lo alto toda la intelectualidad de esa época. Yo no he puesto suficientemente en claro en mi Autobiografía, la influencia que esos hombres han ejercido sobre mi juventud ni he dicho cuántos esfuerzos me ha costado liberarme de su poder y aprender a volar con mis propias alas”.

Esta liberación se produjo en abril de 1770, cuando el joven estudiante de Leipzig se hizo matricular en la Escuela de Derecho de Estrasburgo, con la segunda intención de obtener un puesto en la administración francesa. Es en este año de 1770 que parece en efecto haberse producido ese “primer despertar de la juventud” -Jugendbewegung, como se dirá más tarde- donde se afirma el conflicto entre la nueva generación intelectual alemana y la civilización francesa encarnada en Voltaire. Esta civilización francesa había impuesto, aun en las Cortes alemanas, su lengua, su literatura, sus modas, su vida de sociedad. El francés era la lengua oficial de la diplomacia. Se concibe el sentimiento de indignación que debían sentir esos jóvenes a quienes no se ofrecían más carreras que las de profesor o pastor.

El corto período de germanismo agresivo que también Goethe había atravesado no fue más que una crisis pasajera a la cual parece hacer alusión en las últimas partes de su novela “Werther”. Se ha pensado que el pesimismo de Werther tenía al menos en parte su fuente en esta rebelión de la juventud alemana sublevada contra la civilización “a la francesa”. Nada más cuestionable, Werther tuvo éxito mundial. Toda una generación europea fue alcanzada por el contagio wertheriano. Se sabe que el general Bonaparte profesaba la más grande admiración por esa novela que llevaba consigo en Egipto. El menos tocado por la crisis, fue quizás el mismo Goethe.

Esta época wertheriana”, dijo más tarde a Eckermann, “es menos una época particular de la historia que una edad de la vida humana, la edad en que todo individuo, nacido con el sentimiento natural de la libertad se ve obligado a adoptar las formas de un mundo más antiguo. Las trabas que ese mundo pone a su dicha, a su actividad, los rechazos que le impone a sus deseos, son males que no pertenecen a una época particular de la historia, sino que alcanzan a cada individuo; y debería lamentarse aquel que, al menos una vez en la vida, no hubiera atravesado un período, en el cual Werther le pareciera escrito particularmente para él”.

Fue en Italia, en Roma, que Goethe tomó conciencia de aquello que su alma de europeo sin patria, desgarrada entre mil solicitaciones contradictorias, llevaba aún en ella de irresoluto e inacabado. Fue allí, ante el espectáculo de la Ciudad Eterna, que se sintió poco a poco calmado, regenerado, acorde con una duración estable y secular.

Esa nueva experiencia fundamental, la documentó en una obra que no podía ser terminada más que bajo el cielo de Italia, su Ifigenia en Taúride.

He ahí un hombre!”, exclamó Napoleón viendo entrar en su habitación en Erfurt, a ese Goethe que le había sido representado como el más grande poeta de Alemania. A su vez, e1 poeta había recibido el mismo choque, al encontrarse frente a frente con el Emperador de los franceses, amo de Europa. Sí, Napoleón era un hombre, lo cual quiere decir que él tenía el privilegio de existir en carne y hueso, como personalidad viviente, llevando en su cerebro una imagen de Europa que no era una pura utopía.

Napoleón fue para Goethe el único hombre en el mundo de la política por quien se haya entusiasmado. Así lo confirma J. E. Spenlé. Aun vencido y proscrito, el prisionero de Santa Helena continuaba representando a sus ojos una personalidad providencial comparable a aquella que él mismo había realizado en el orden cultural. Este acercamiento fue señalado por primera vez por Nietzsche. “Dos grandes tentativas”, escribía él, “han sido hechas para traspasar el siglo XVIII. La primera tomó cuerpo en Napoleón que ha resucitado las virtudes del soldado en el hombre, y la guerra de gran estilo, la lucha por el poder concibiendo a Europa como unidad política; y la segunda tentativa, pertenece a Goethe soñando en una cultura europea que reuniría todo aquello que el hombre había realizado en ese dominio”.

Sería preciso analizar el volumen notablemente documentado de Ferdinando Baldensperger, titulado Goethe en Francia para hacerse una idea del lugar ocupado en toda nuestra vida artística y literaria por el Maestro de Weimar durante todo el siglo XIX. Fue ante todo el entusiasmo por Werther lo que desencadenó en Francia una epidemia de melancolía wertheriana. Más tarde, el descubrimiento de ese mundo fantástico poblado de apariciones maravillosas donde se desarrollaba el Fausto de Goethe fascinó a una segunda generación romántica, compuesta principalmente por pintores, como Delacroix y músicos como Berlioz, autor de la Condenación de Fausto. Una tercera generación más bien filosófica e histórica, aquella de los Quinet, de los Renan, de los Taine, dedicó un culto más bien ideológico a la Alemania de las grandes ideas religiosas y morales, concentradas en Goethe.

Goethe no ha cesado de elevarse y de crecer. Es preciso reconocer en el hecho de su irresistible engrandecimiento, una necesidad profunda de su naturaleza y de ese prodigioso instinto organizador que trabajaba por manifestarse en su persona. Soportaba todo esto sin envanecerse: “Qué soy yo mismo?”, declaraba. “Qué he hecho?”. “Mis obras están nutridas por millares de individuos diversos, por ignorantes y por sabios, por gentes de espíritu y por tontos; todos ellos han venido a ofrecerme sus pensamientos, sus facultades, sus maneras de ser; yo he recogido a menudo la siega que otros habían sembrado. Mi obra es la de un ser colectivo que lleva el nombre de Goethe.

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Nietzsche no niega esta manera de ver de Goethe, pero su personalidad se impone quizás más fuertemente.

Todos los presbiterios de los ancestros eclesiásticos de Nietzsche”, escribe M. Bernouilli, “si se los juntara, formarían ellos solos un lindo villorio”. El mismo Nietzsche ha hablado siempre con orgullo de esta imponente línea espiritual cuya herencia ha recogido. Pero, ante todo, la vocación de educador respondía en él a una predestinación que llevaba en la sangre. Ya en el joven escolar se notaba la vocación de presentarse como “pastorcillo” (era ese el apodo que le daban sus camaradas de clase). Esta precoz vocación tomó súbitamente una nueva orientación el día en el cual el hijo del pastor se matriculó en la Universidad de Bonn. Titubeó entre la teología y la filología. Pero tuvo la buena fortuna de encontrar como maestro, a una personalidad de primer plano, el gran helenista Ritschl, el filólogo que liberó al joven pastor de sus ancestros.

Ritschl representaba el tipo modernizado del humanista a la manera de Erasmo. Pero Nietzsche va a orientarse rápidamente hacia aquello que puede llamarse la oposición del “Super-hombre” al humanismo de Bacon. Piensa que no hay ninguna virtud en el antiguo régimen, y eso lo rebela. Quiere una rápida transformación, un remedio radical y enseñar que es sólo por la violencia que el reino de los Cielos puede obtenerse. El “Bien” le importa poco, es lo “Grande” lo que le inspira. El “Super-Hombre” de Nietzsche se ve muy bien representado por una estatua de Zeus en mármol blanco, de tamaño olímpico.

Se plantea la pregunta: ¿qué interés viviente puede presentar aún la enseñanza dada según métodos en desuso, a las generaciones futuras? Que se escuche el reproche pronunciado por el joven maestro contra esa “cultura clásica” de la cual él mismo representa uno de los especimenes más escogidos, y la amarga retrospectiva que él hace en esa ocasión sobre su propia juventud sacrificada.

Y ahora, volviendo sobre la vida, reconocer que hay algo irreparable, a saber, el desperdicio de nuestra juventud, cuando nuestros educadores no han sabido emplear esos años fervientes y ávidos de saber para llevarnos hacia realidades, sino que los han usado en aquello que se llama la “educación clásica”; el desperdicio de nuestra juventud, cuando se nos ha inculcado, con tanta torpeza como barbarie, un saber imperfecto concerniente a griegos y romanos, así como su lengua, actuando en contra del principio superior de toda educación, a saber que no es preciso dar un alimento sino a aquel que tiene hambre de ese alimento. ‘Instrucción apropiada para cultivar el espíritu’, se decía. ¿No habríamos podido nosotros señalar con el dedo a los mejores profesores de nuestro liceo y decir riendo “Dónde está pues esta instrucción apropiada para cultivar el espíritu? Y si ella falta en esos hombres como podrían enseñárnosla?”

Esta polémica emprendida contra la “cultura clásica” de su tiempo no era más que el prólogo de otra aún mucho más penetrante que Nietzsche iba a emprender contra ese fetichismo al cual ha dado el nombre de “historicismo” o de “enfermedad histórica”. Es decir esta hipertrofia de la memoria, del almacenamiento del pasado, de la erudición rebuscada y amasada como un fin en si misma y que trae el riesgo de paralizar toda actividad renovadora y creadora.

Saber hacer productivo aquello que se ha asimilado: he ahí el secreto de la verdadera cultura.

Y el gran filósofo de nacimiento eslavo-teutón, de cultura helénica concluye con estas palabras: “Celebrar el porvenir y no el pasado; inventar el mito del porvenir, he ahí lo que importa... Cómo consentiría yo vivir si no viese anticipadamente el porvenir? Pensamiento fundamental: es preciso tomar por norma el porvenir y no buscar detrás de sí las reglas de nuestra acción. La grandeza heroica, he ahí la única meta a la que aspiran los precursores.”

Comprendamos bien que no se trata aquí de una doctrina toda consumada, de un sistema educativo preconcebido, sino de una personalidad, de una voluntad que ha vivido el problema que medita a veces en las condiciones más desfavorables. La enfermedad es también una educadora que proyecta a veces sobre la vida las luces más reveladoras. Ved a Pascal, ese Pascal por quien Nietzsche siente una simpatía particular y de quien decía “Pascal, yo no lo leo, yo lo amo”. No hay error más pernicioso para la historia de las ideas religiosas o morales que el de haber descuidado el plantear ese problema previo de los valores en tanto que ellos expresan síntomas de vida ascendente o de vida descendente. Partiendo de este criterio estrictamente biológico, Nietzsche distingue tres “tipos”, o tres razas morales en la humanidad.

Es de J. E. Spenlé (en Nietzsche Educador y Profeta) de quien tomaremos aún las definiciones de estas “categorías”.

El tipo decadente. Las religiones y las filosofías pesimistas expresan la actitud fundamental de este tipo cuyos juicios de valor se inspiran en un resentimiento más o menos claramente afirmado con respecto al mundo y a la vida. Esta moral del resentimiento ha encontrado en el judaísmo ante todo y después en el cristianismo, su suprema perfección y sus supremos refinamientos. El sacerdote mismo es un enfermo, pero un enfermo que sabe dominarse y que trae un alivio a la manada, en el sentido de que él cambia la dirección del resentimiento y lo conduce, por la confesión del pecado, a volverse contra sí mismo y neutraliza así sus efectos más destructivos. Al mismo tiempo trae al enfermo el mensaje del amor divino el cual, atándose de preferencia a los desheredados, opera en su favor un cambio total de las jerarquías naturales de la vida y de la sociedad.

El tipo gregario difiere ostensiblemente del precedente. No es pesimista. Al contrario, es espontáneamente optimista. Quiere la dicha y cree en el progreso.

Su instinto de conservación busca ante todo “la seguridad en la manada”. La civilización debe tender a apartar de la vida todo aquello que la hace difícil, peligrosa, aventurera o problemática y sobre todo a nivelar los privilegios, a borrar todas las desigualdades chocantes. Parece ser que la inclinación natural de la humanidad en tanto que manada, multitud o masa, sea la de valorar ese estado social estable, esa mentalidad pacífica e igualitaria, esta mediocridad consolidada.

En fin, el tipo aristocrático. Es solitario, tiende a aislarse del común, a distinguirse, a “elevarse”. Sus virtudes proceden de un incremento de la actividad creadora, de poder o de una voluntad dominante y conquistadora. Sus juicios de valor expresan una voluntad de poder, dispuesta a aceptar los riesgos, los peligros, los sacrificios, para conocer las alegrías triunfantes de la creación, de la conquista o del mando.

Sobre esta clasificación totalmente psicológica, histórica y moral, se han injertado en Nietzsche, ciertas teorías tomadas del Conde de Gobineau, cuyo libro sobre la Desigualdad de las razas humanas, parece haber sido, al menos durante cierto tiempo, si es preciso creer el testimonio de la hermana de Nietzsche, uno de los libros de cabecera del profesor de Basilea. Es posiblemente de Gobineau que Nietzsche ha tomado la idea de que toda civilización reposa sobre la cohabitación de dos razas: una raza de señores, primitivamente aristocrática, guerrera, de conquistadores invasores, de “fieras rubias” venidas del exterior y una raza sedentaria, pacífica, laboriosa, manada humana reducida a la esclavitud, o al menos domesticada por amos conquistadores. Únicamente esa oposición entre una raza de amos y una multitud inferior, entre una “élite” y una “manada humana”, pudo desarrollar en las civilizaciones primitivas el discernimiento entre aquello que es “superior” y aquello que es “inferior”, el respeto de las jerarquías las distancias y los rangos, cosas sin las cuales, a la larga, una civilización no puede mantenerse.

Este aristocratismo de la “raza” en el cual Gobineau, gentilhombre normando, buscaba comprender sus ambiciones políticas desencantadas glorificando a sus ancestros, lo ha adoptado Nietzsche, pero transpuesto en un aristocratismo de la “cultura”.

Es ante todo a una renovación de los métodos de educación que él quiso aplicar estos principios. Es importante establecer aquí previamente una separación radical entre aquello que se llama comúnmente la “instrucción” y aquello que de modo exclusivo amerita el nombre de “educación”.

La instruccción se refiere a la simple transmisión de una enseñanza dada a la juventud por el maestro. “Por qué lazo”, se pregunta Nietzsche, “el estudiante está ligado a la enseñanza que recibe en la Universidad?”. Y responde: “por la oreja”. El profesor enseña y un cierto número de orejas escuchan. Sucede también que el profesor dicte su curso y al menos la mitad de orejas y manos se ponen a garrapatear notas. He ahí cómo funciona desde tiempo inmemorial el aparato escolar. El único modo de selección es el examen, es decir un interrogatorio al cual el candidato trae una respuesta, oral o escrita, generalmente extraída de las compilaciones y notas tomadas bajo dictado. Toda la edad juvenil se pasa en preparar exámenes que se refieren a una infinidad de materias, salvo a la única cosa esencial, aquella que permitiría prever si el examinado es capaz de “querer” y si está a la altura de “prometer”. El estudiante termina sus estudios sin haber experimentado jamás la menor curiosidad a propósito de este problema esencial que se refiere sin embargo al valor profundo de la “personalidad”.

La educación pretende al contrario, cultivar, es decir “formar” al ser viviente. Es esencialmente un “adiestramiento”, que se traduce por actitudes de respeto, hábitos de compostura, delicadezas de tacto. Es una “selección” que trabaja para formar grupos escogidos y crear sobre todo un culto de los valores superiores, mediante lo cual una ´ buena sociedad` se diferencia de un medio ambiente vulgar. Esos valores superiores están fuera de discusión y caerían infaliblemente en descrédito si aparecieran como el resultado de un cálculo o de un razonamiento. Sócrates “el razonador” — he ahí el tipo de filósofo plebeyo, en una época en la cual la aristocracia, en la cité* ateniense, cayó en decadencia.

Se trata pues ante todo”, leemos en “Más allá del Bien y del Mal”2 “de instituir modas audaces, acompañadas de grandes riesgos. Aquello que planea sin cesar delante de mis ojos, es la visión de esos jefes del porvenir y del ambiente que sería preciso crear para apresurar su llegada así como los métodos y las pruebas que convendría instituir para obligarlos a rendir plenamente. En fin, se trataría de operar una total inversión de los valores a fin de que surjan de semejante entrenamiento con un carácter pasado por la forja, dispuestos a aceptar todas las responsabilidades. La disciplina que formaría semejantes jefes, el temor de que ellos no puedan responder a este llamado, he ahí, amigos míos, mis sombrías y graves preocupaciones.”

Una de las grandes desilusiones de Nietzsche había sido ver la “cultura” alemana caer en la “política” o peor aun someterse a ella. Y es por ello que invariablemente fiel a su educación helénica y a la “Imagen del Hombre” que aquella había despertado en él, huyó de Alemania, obedeciendo al llamado mediterráneo y encontró en el mediodía, bajo un nuevo cielo, una patria nueva, una nueva salud y sobre todo, una nueva “Imagen del Hombre” encarnada en un tipo del porvenir que finalmente bautizó con el nombre de buen Europeo.

Este buen Europeo o este tipo de Europeo del mañana, como lo llama aún, no lo definió conforme a un tipo ya realizado. Lo considera como un tipo del porvenir o más bien como un “problema” infinitamente delicado y complejo, producto tardío del encuentro de las condiciones de vida más favorables, tipo no internacional, sino supra-internacional, lo que da otro tono de la cuestion*, ya que aquí el carácter nacional no está borrado o renegado, sino que está transpuesto sobre un plano más vasto, en un espacio más amplio.

En fin, estos buenos Europeos del mañana, que Nietzsche soñaba reunir un día, es el problema puesto en evidencia desde hace largo tiempo, a saber, los ciudadanos del mundo a los cuales los grandes filósofos de Grecia hacían ya alusión. El mismo Séneca incluyó en su filosofía la cuestión: “ciudadano del mundo”, pero parece ser simplemente algo literario.




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Es preciso presentar ahora a Carl Spitteler, nacido en Suiza el 24 de abril de 1845, en una pequeña localidad del cantón de Bale (en Ilestal) donde su padre ocupaba modestas funciones administrativas. El hijo del escribano Spitteler fue enviado a hacer sus estudios en una escuela profesional de Bale (Basilea) y más tarde al instituto pedagógico adscrito a la Universidad donde el joven estudiante siguió particularmente los cursos del gran historiador de la civilización, Jacobo Burckhardt.

En realidad, el joven Spitteler había nacido dibujante y pintor antes que poeta, sin embargo, la epopeya le parecía la solución providencial donde se conciliaban, en una obra única y bien ordenada, todas esas aptitudes diversas que, aisladamente, corrían el riesgo de contradecirse y excluirse mutuamente.

Hombre autoritario, Spitteler padre, no podía tolerar un programa de estudios literarios tan fantasioso y decidió orientar a su hijo hacia los cursos de derecho, para encaminarlo hacia una carrera positiva. El conflicto entre el padre e hijo terminó por revestir tal gravedad que un buen día el joven estudiante desertó del domicilio paterno. Amigos de la infancia recogieron al fugitivo en Lucerna donde al fin encontró empleo. Luego de algunos meses de independencia el hijo pródigo se resignó a volver al hogar familiar que decidió prepararlo para la carrera pastoral. Pero era una vocación que estuvo a punto de terminar mal. Una sola vez el futuro pastor subió al púlpito y esta única experiencia fue seguida de una evasión esta vez irrevocable. El fugitivo aceptó las funciones de preceptor en la familia de un general ruso en San Petersburgo donde supo hacer apreciar sus múltiples talentos a la vez de músico, dibujante, jinete deportivo y hombre de mundo, asimilando sucesivamente tres lenguas: el ruso, el sueco y el finlandés.

Estos siete años pasados en el imperio de los zares marcaron en él una huella indeleble. Allí se despojó de aquello que le quedaba aún de burgués helvético cuyas ridículas pretensiones evocó más tarde en su novela autobiográfica titulada Imago. A su regreso a Suiza, en 1880, publicó esta obra extraña - que Jean-Edouard Spenlé se pregunta si es preciso llamar un libro o una biblia – que durante más de diez años había sido su sueño despierto cuyas figuras formaban de alguna manera partes separadas de él mismo: su primer poema en prosa que tituló Prometeo y Epimeteo.

Libro único en su género y sin precedente en la literatura. Una nueva nota había sido encontrada: el secreto de este estilo bíblico apocalíptico y profético del que, algunos años más tarde, Nietzsche, uno de los primeros lectores de Prometeo, se apoderaría a su vez en su Zarathustra. Como un ardiente breviario de la vida interior, así es preciso leer el Prometeo de Spitteler.

Prometeo y Epimeteo nos trae el documento más personal de la vida de Spitteler, la ardiente profesión de fe de su juventud y también el testamento religioso de sus últimos años. Pero, es en la Primavera Olímpica, en una evocación casi escultural, que uno encuentra el más dichoso florecimiento de su visión de artista, a partir de entonces, calma y serena. Entre estas dos obras hay todo un abismo que separa la edad madura de la juventud. El torrente se disciplinó, se calmó, se asentó. Y quizás hay un poder más real en la fuerza tranquila y límpida de hoy que en el impetuoso impulso y la turbulencia de antaño.

En fin, es preciso mencionar aún a ese poeta visionario: Rilke.

Nacido en Praga, la noche del 5 de diciembre de 1875. Hay pocos ejemplos de una educación tan mal dirigida como aquella que recibió en el hogar familiar el joven Rainer María. Siempre llevó en sí el pesar de una infancia desgraciada y es eso lo que hace comprender en esa especie de confesión que ha llamado Los cuadernos de Maite Laurids Brigge donde transpuso la historia de su infancia a un marco puramente imaginario.

Situada en el entrecruzamiento de dos civilizaciones, la eslava y la germánica, en el punto donde se encuentran Europa oriental y occidental, la capital de Bohemia le ofrece la imagen de su propio desorden, de su propia juventud orientada a destinos divergentes. Es por ello que, desde muy temprano, se alejó de ella para comenzar su búsqueda de eterno nómada, su existencia de hijo Pródigo -como él mismo se llamaba- pero que, en su caso, no regresó jamás al hogar familiar.

Alemania, Rusia, Francia, Italia, Escandinavia, Dalmacia, Argelia, Túnez, Egipto, en todas partes la radiación fluídica que se desprendía de su personalidad fue entrevista como una individualidad apenas posada sobre la tierra, siempre dispuesta a remontar su curso de cometa vagabundo:



Ya que este es mi sueño: vivir sobre la ola,

y no tener ningún lazo con el siglo que transcurre;

Y este es mi deseo: diálogos susurrados

que cambia la hora que huye, por la Eternidad.



Es de su viaje a Rusia que Rilke trae la inspiración de su primera obra verdaderamente original y que habría de fundar su reputación europea: El Libro de las Horas, anunciador de una nueva religión. ¿Puede hablarse de “religión” en el sentido habitual de la palabra? A decir verdad este pequeño misal, en cuyo frontón se dibuja la imagen de un piadoso monje ruso, inclinado sobre su pupitre en el acto de iluminar un texto bíblico, este evangelio pleno de miniaturas delicadas que desfilan bajo nuestros ojos, no nos trae la revelación de ningún “credo” positivo. Como dice Spenlé (en Rilke, “El nuevo Orfeo”), es la ensoñación del no creyente en busca de un Dios nuevo pero de un Dios que se volatiliza cuando el poeta intenta conservar la imagen o la estatua. Dios, nos dice Rilke, es “el Árbol” y también “la Raíz”.

Tiene por títulos: “el Extranjero venido no se sabe de dónde”, “ el Huésped de paso que se aposenta en el hogar y vuelve a partir hacia lo desconocido”, “el Vecino que toca la puerta”, “el viejo testarudo, manchado de cera que se recalienta cerca de la estufa”, “la Humareda que sube de la choza”, “el pajarito caído fuera del nido”, “ el Leproso que ronda a las puertas de la ciudad”, etc., etc.

En suma, para Rilke como para Nietzsche, “Dios ha muerto”, pero se trata de crearlo de nuevo, o más bien, se encuentra en eterno devenir y se manifiesta por una incesante metamorfosis. “Tú eres el Tesoro escondido en la noche que nuestras manos desentierran, ya que toda la magnificencia contemplada por nuestros ojos, no es más que indigencia y lamentable contrahechura frente a la Belleza que duerme en ti todavía increada”.

En el Libro de las Horas, tres motivos orientan sucesivamente la búsqueda del Dios desconocido. En primer lugar, aquello que Rilke llama “el evangelio de las Cosas”, en seguida “la loa de la Pobreza” y finalmente “la loa de la Muerte” presentada como suprema manifestación de la “Metamorfosis Universal”. Es esa última loa la que debe retener particularmente la atención, ya que toca la experiencia más central y más paradójicamente original de Rilke.

Se ha dicho que Rilke es el gran poeta de la Muerte. Tenía el sentimiento de llevarla en él desde su nacimiento y era el objeto de su meditación más constante, a la vez su angustia y su alegría. Por otra parte, no se sabe si su constante vida errante era con la expectativa de huir de la muerte que temía o, al contrario, la secreta esperanza de encontrarla tal como la deseaba y amaba.



Dios mío, permite a cada uno morir de su propia muerte,

Y haz que ella venga a él desde lo profundo de su vida,

Donde él haya puesto su corazón y su deseo secreto

Ya que no somos más que la corteza y la hoja

Pero, ella, la gran Muerte, vive en nuestro centro

Y madura, tal como el Fruto, donde todo debe finalizar.



Durante el curso de un viaje a Suiza, adquirió -gracias a la generosidad de uno de sus amigos- una extraña morada, según se decía, poblada de fantasmas, que se convirtió en el supremo refugio del eterno vagabundo. En este castillo de Muzot terminó Rilke las Elegías comenzadas en Duino, diez años antes. Es ahí también donde fueron compuestos en algunos días los famosos Sonetos a Orfeo, su intangible e insuperable testamento poético. “Todo ha pasado como una borrasca indescriptible, le escribía a la princesa de Thurn-et-Taxis, en una verdadera tempestad del espíritu. Todas las fibras de mi ser estaban tensas, casi a reventar. Yo no se qué poder de arriba me tuvo en suspenso. Una sola cosa importaba: que aquello fuera. Y aquello es. Así sea!”



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Algunos profetas lúcidos como Nietzsche y Rilke, desde hace un siglo predijeron el inevitable cataclismo que se abatió sobre el mundo desde 1939. Nadie había tomado en serio esas “ensoñaciones” de visionarios, hasta el día en que todos se vieron envueltos en un inevitable engranaje. Sin embargo, se han encontrado observadores que registraban, a medida que se producían y para exponer a la luz del día, acontecimientos y espectáculos que permanecían en secreto, a los cuales asistieron y con los que estaban mezclados personalmente. Entre estos observadores providenciales, hay particularmente uno, a la vez novelista, psicólogo e historiador cuyas obras han sido traducidas a casi todas las lenguas de Europa, se trata del escritor austriaco: Stefan Zweig.

Nacido al final del siglo XIX, se afirmó rápidamente en él una curiosidad universal que se propuso satisfacer por medio de viajes a través de los países de Europa, Asia y América. Sintió más y más la necesidad de justificar a sus propios ojos y a los de sus contemporáneos, esta actitud puramente de “espectador” que había adoptado frente a los formidables acontecimientos de los cuales fue testigo y cuyos síntomas premonitorios oyó gruñir. De esta preocupación salió ya en 1912 una especie de justificación anticipada que presentó bajo la forma de un drama histórico cuyo héroe era el gran profeta judío Jeremías.

¿Puede llamarse “drama” a ese desfile de discusiones y golpes teatrales donde se ha evocado una época muy particular del pueblo judío, aquella que puso frente a frente de una parte a los déspotas y sanguinarios reyes de Israel y de otra, al profeta inspirado, Jeremías, vocero del poeta, anunciador de una nueva Jerusalem , todavía ideal y que no podría elevarse sino sobre las ruinas de la Jerusalem primitiva? Esta milagrosa predestinación del pueblo judío le parecía al autor el símbolo de una misión de la cual había recogido la herencia, como el nuevo Jeremías de los tiempos modernos.



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A esta Comunidad europea, a esta idea del buen Europeo del porvenir, a estas teorías proyectadas antaño, viene por expansión de la evolución normal de la Humanidad, a agregarse al presente el Ideal de una Comunidad Mundial. Esa es la Causa del Hombre Universal, defendida por las grandes Organizaciones Internacionales, Tarea de la “Gran Fraternidad Universal”, Dirección Espiritual para la Nueva Edad: la Era Acuariana. Aquello que para los Humanistas de ayer era el “buen Europeo del porvenir”, se ha convertido hoy en el “Perfecto Hombre Mundial” y, ciertamente, no encontraríamos una contradicción entre los Místicos.




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Los místicos de todos los tiempos, se han preocupado ciertamente de la búsqueda de lo Divino en el “yo” interno, pero, la misma identificación a la Conciencia Universal, hace que cada uno se encuentre en la humanidad entera y en consecuencia, en Dios. Este es el fenómeno de la Multiplicidad en la Unidad.

El misticismo encuentra su fuente en el reino interior; es de origen “subjetivo”; he ahí su carácter esencial.

Precisemos aun, que se entiende generalmente por “misticismo” todo aquello que en el orden del pensamiento está fuera del método y del conocimiento científico.

Todo ser dotado de una conciencia puede decirse: “Hay dos mundos : yo de un lado y del otro: aquello que queda” . Y aun, teóricamente, nada le impide pensar: “No hay más que yo”. Cuando un hombre ha dormido profundamente y sin sueños, ¿cómo probarle que la suspensión de su vida consciente no era la abolición real del universo, que su despertar no ha recreado las cosas? Y si él soñó ¿no está en el derecho de sostener que sueña siempre y que el universo constituye solamente la forma más común de esos sueños personales?.

Eso es lo que podría llamarse subjetivismo absoluto: el reino interior no autorizaría importación ni exportación, por la razón perentoria de que estaría solo, que no habría otro reino con el cual hacer cambios. Opinión, sin importancia por otro lado, que ha sido profesada solo por un pequeño número de filósofos, fastidiosos sin duda, que se divertían confundiendo a sus semejantes.

En sus horas de exaltación religiosa, el individuo considera el sentimiento por el cual ha sido transportado. Alcanza lo íntimo de su Yo, aquello que no pertenece a ningún otro YO. No existen palabras para describir con precisión aquel abismo, ya que las palabras son etiquetas, puestas por convención común, sobre los objetos accesibles a todos. El individuo será impotente para decir, o aun decirse, aquello que encuentra en el fondo de si: lo indefinible, lo incomunicable, el misterio mismo, que se agranda, sin cambiarlo, dándole los nombres de Dios, de Alma, de Infinito; y él aparecerá como una realidad viviente, puesto que ese es el YO.

Veamos ahora el misticismo en su evolución. Jules Sageret3 plantea La cuestión de la siguiente manera:

-Yo no pondría en evidencia más que un hecho de esta evolución: la separación progresiva de la ciencia y el misticismo. Es preciso regresar hasta Aristóteles, puesto que sus doctrinas han persistido en su esencia a través de la antigüedad, el medioevo y aun el Renacimiento, para no desvanecerse sino ante Descartes. Aun entonces, el gran filósofo griego no ha perdido más que su influencia laica: presidiendo siempre, por intermedio de su discípulo Tomás de Aquino, la metafísica a la cual pertenece la teología católica ortodoxa.

Esta metafísica, hoy independiente de la ciencia, era una consecuencia lógica de la física de Aristóteles. El planteaba un conjunto de datos notablemente coherente y bien ligado a los datos del sentido común y de la ciencia de su época: establecía, por argumentos no solamente legítimos, sino hasta irrefutables entonces, la inmovilidad de la tierra; consideraba, por razones muy valederas, el peso como una “cualidad” inherente a los cuerpos materiales sólidos y líquidos, en virtud de la cual ellos tendían en línea recta hacia el centro del mundo donde su aglomeración formaba la tierra.

Una doctrina de esta clase, si no disponemos de un material apropiado, se conforma a la observación que nos muestra el peso de un cuerpo terrestre como independiente de todos los otros cuerpos vecinos y más bien intrínsecos a él. Aristóteles admitía que los objetos celestes estaban formados por una sustancia especial, desprovista de peso y ligereza, sustraída a las causas de alteración que modificaban sin cesar las cosas sublunares y apta solamente para el movimiento circular que le era “natural”, es decir que podía serle impreso sin necesidad de “violencia”, sin esfuerzo físico.

Hasta Kepler estuvo en vigor el nuevo mecanismo que se caracterizaba principalmente por conjuntos de movimientos circulares que realizaba cada planeta: el mismo astro giraba por ejemplo, sobre un círculo llamado epiciclo cuyo centro seguía la circunferencia de otro círculo llamado deferente y había otras complicaciones, así Copérnico estaba obligado a combinar 7 círculos para dar cuenta de los desplazamientos de Mercurio, 3 para la Tierra y 5 para cada uno de los otros planetas e introdujo, por tanto, una inmensa simplificación poniendo el Sol al centro del mundo, como Aristarco de Samos lo había hecho dieciocho siglos antes de él.

Es imposible imaginar los lazos materiales que hacían depender de un gran movimiento de conjunto los movimientos de cada rueda planetaria. Se tomó prestado pues al dominio de la vida. Unos hacían actuar a Dios sobre los astros directamente o por intermedio de sus ángeles; otros suponían a los planetas dotados de una especie de instinto, de una fuerza vital que los guiaba a lo largo de su ruta. No había otro partido a tomar, lógicamente. Kepler negaba “que algún movimiento eterno no rectilíneo hubiera sido dado por Dios a un cuerpo privado de espíritu”. La Tierra está animada sin embargo por un movimiento de rotación sobre ella misma, es por ello que él le atribuía un alma ni inteligente, ni sensible, puramente motriz. Consideraba la traslación de los planetas alrededor del sol como producida por una acción magnética; el sol giraba y con él aquello que nosotros llamaríamos su flujo de fuerza el cual arrastraba los planetas; ¿cómo éstos, atraídos al mismo tiempo por el astro central no caían sobre él? Era en virtud “de un poder vital u otro análogo” 4.

Por tanto, mientras Newton no había formulado las leyes de la gravitación universal, la mecánica celeste implicaba, en los astros, la existencia de algo que no era materia y sin embargo actuaba sobre la materia. Este agente, aunque desprovisto de razón impedía a los astros el perderse en un camino que no estaba trazado más que idealmente y cuya complicación geométrica llevaba al fracaso la sagacidad de los predecesores de Kepler. El misticismo se beneficiaba ahí de un apoyo considerable que le prestaba la ciencia. No se tenía ninguna dificultad en creer en el alma y la Providencia cuando la astronomía os mostraba poderes casi espirituales obrando en los cielos.

En física y sobre todo en química, pululan hasta el siglo XIX “fluidos”, “principios”, entidades vagas que a veces se superponían a los cuerpos ponderables y podían, en teoría, subsistir independientemente de ellos pero desaparecían del campo de la observación humana cuando se intentaba aislarlos de su soporte material. Para ser almas no les faltaba más que el pensamiento a esos invisibles e Inasibles. Desde el momento en que la ciencia garantizaba su existencia como real y objetiva, la afirmación espiritualista se imponía a fortiori y se liberaba de toda dificultad de orden experimental. El más célebre entre esos “fluidos” o “principios” fue el flogisto. Todo el siglo XVIII admira su invención como el más hermoso descubrimiento que se pueda imaginar y Stahl, su autor, pasó al rango de genio. De hecho, fue una etapa importante del progreso científico con la primera vasta generalización que apareció en química: la puesta en evidencia de un lazo común entre los fenómenos de combustión y de oxidación. Solo el flogisto era lo inverso del oxígeno: flogisticar era desoxidar y deflogisticar era oxidar. Además, este misterioso elemento a veces aumentaba el peso de los cuerpos fijándose sobre ellos, a veces lo disminuía. En fin, nadie había podido poner la mano sobre el flogisto libre que desaparecía lo más a menudo produciendo una flama. Era una especie de demonio con el cual trataban los químicos.

Se sabe cómo Lavoisier puso fin a su reino. En adelante los “fluidos” y otros “principios” demasiado sutiles no tardaron en abandonar los dominios de la física y la química. Su expulsión completa respondía a aquello que se llamaba separación rigurosa de la materia y la energía. Dicha separación significa que no hay sino materia ponderable y energía, es decir modificaciones de la materia ponderable, y ninguna de las dos es producida por la superposición a la materia ponderable de una sustancia imponderable. El Ether era la excepción: se imponía y molestaba. Pero ahora se está en vías de explicar la masa o la “ponderabilidad” de la materia, por el electromagnetismo, por modificaciones del Ether. En último análisis, la materia ponderable no sería más que Ether. El principio fundamental de la físico-química subsistiría bajo esa forma: “No hay más que Ether y sus modificaciones”.

Hay en fin, frente a la ciencia, una actitud del misticismo que es muy sugestiva. No se trata aquí del misticismo puramente escéptico que consiste en negar a la ciencia el poder de hacernos conocer nada. La alusión se refiere al misticismo que, al contrario “se apoya” sobre la ciencia, aquel de varios metafísicos y sabios que toman los datos científicos para hacer la base misma donde colocan lo “trascendente”, lo “sobrenatural”, el Alma, Dios; su método, es definido por J. Sageret en “El espíritu y el método científicos”, ellos consideraban las lagunas de la ciencia, las regiones donde los diversos órdenes de hechos no están religados entre sí más que por hipótesis, casi siempre. Actualmente, hay una laguna muy importante entre los fenómenos físico-químicos y los fenómenos biológicos. En efecto, hay una y muy importante: si el ser viviente se fabrica a sí mismo con materia no-viviente, se le ve siempre pre-existir a esta materia; jamás se ha podido constatar ni provocar en el seno de la materia no viviente la aparición de la vida. Entonces los sabios místicos y los metafísicos proclaman inexplicable lo inexplicado. Y hacen intervenir algo como un “fluido” o “principio” vital. ¿Qué es este agente? Apenas se hará conocer su carácter “misterioso”, escapa a las leyes generales de la energética y de la mecánica, es inmaterial. Actúa también sobre la materia, puesto que es gracias a él que ella está viva; él produce en lugares del espacio concreto efectos mecánicos y físicos-químicos, puesto que bajo su acción, los seres vivientes se mueven y asimilan.

Uno se encuentra pues como siempre delante de numerosas dificultades, a saber lo “material” y lo “inmaterial”; lo menos que se puede decir es que las teorías de los místicos no se explican más que por otras preocupaciones.

En el fondo y en general, las ideas filosóficas del ilustre y sentido Henri Poincaré definen con claridad lo que es y lo que vale la ciencia. El la libera del absoluto metafísico; por otra parte, muestra cuánto el escepticismo a su respecto está mal fundado. La primera parte de su obra ponía en relieve sobre todo la base convencional sobre la cual reposan las matemáticas, la mecánica, los grandes principios (base necesariamente convencional, en efecto, puesto que todo ello es lenguaje). En esto se han amparado los filósofos místicos apoyándose sobre el hecho de que si el más grande matemático reconoce lo arbitrario de su ciencia, con más razón, todas las otras ciencias, mucho menos rigurosas que aquella, son creaciones puramente humanas, incapaces de corresponder a la Realidad.

La filosofía de Henri Bergson5 a pesar de su “intuicionismo” tan discutido6 permanece sin embargo como una enseñanza bien establecida.

Uno de los caracteres más sorprendentes del bergsonismo es que constituye un edificio de dos pisos: el piso noble, del espíritu y la vida, y el piso de la materia. Es inútil decir que Bergson acapara para la filosofía el piso superior, dejando a la ciencia el cuidado de manipular en los subsuelos aquello que es inerte, muerto y sin belleza. Entre los dos pisos hay sin embargo correspondencias exactas, cada cosa de arriba tiene abajo su simetría; he aqui algunas de estas correspondencias:

Piso Superior


Piso Inferior

Espíritu

correspondiendo a

Materia

Filosofía


Ciencia

Intuición


Inteligencia

Duración


Tiempo

Extensión


Espacio

Movilidad


Inmovilidad

Irreversibilidad


Reversibilidad

Haciendose


Todo hecho

A pesar de que ciertas gentes, entre las cuales está el mismo Bergson, no consideraban el bergsonismo como un sistema filosófico sino como un puro método, éste no es menos que un espiritualismo; ¿qué se necesita, en efecto, que baste también al espiritualismo? un corte, cualquiera que sea practicado de tal manera que el espíritu esté de un lado y la materia del otro, un dualismo irreductible.

En efecto, si no hay corte, uno estará obligado a decir que todo es materia o que todo es espíritu, lo cual se convierte absolutamente en lo mismo.

El gran mérito de Bergson ha sido el de hacer inteligible las dos “especies de duración” de las cuales se sirve para esforzarse en resolver las dificultades de todo orden que surgen a propósito del corte entre el espíritu y la materia. Una de esas “especies de duración” es aquella que llama la duración cuyo modelo se encuentra en los fenómenos psicológicos; la otra, el tiempo homogéneo, que confundido con el espacio enmarcaría los fenómenos de los cuales la materia es la sede. Nuestra conciencia, dice en sustancia Bergson, nos da el espíritu y la vida en función de la duración y nuestra inteligencia traduce esos datos en lenguaje de tiempo homogéneo. De ahí las contradicciones que nos parecen insolubles y que no son más que apariencias debidas al pésimo utensilio de nuestro pensamiento.

La doctrina bergsoniana enseña que el acto libre es aquel que está determinado, aun contra nuestra voluntad formulada, por las fuerzas más constantes de nuestro Yo. ¡Libertad! proclama Bergson, puesto que ahora el Yo se determina a sí mismo y por aquello que existe de más “sí mismo” en él.

¡Determinismo! replica Le Dantec, puesto que nuestros actos más determinados y mejor determinables son precisamente aquellos que responden a lo que hay de más constante en nuestros funcionamientos tanto biológicos como psicológicos.

Esta discusión se plantea únicamente sobre el plano de lo apropiado de los términos, la querella de las palabras se elimina solo al adherirse al carácter de imprevisibilidad por el cual Bergson distingue el acto libre. Pero, Félix Le Dantec también declara implícitamente que no se puede escribir por anticipado la historia de un individuo*, señalando que esa historia es irreversible y que el sosia es inconcebible.

En consecuencia, se le atribuye a Le Dantec hacer también una filosofía en dos pisos, uno al menos para lo reversible y lo previsible, otro para lo irreversible y lo imprevisible, permaneciendo este último fuera del alcance de la ciencia cuya atribución es de prever. Esto sería un error: Le Dantec no admite más que un piso de conocimiento, aquel de la Ciencia. El mismo hecho de que la Ciencia sea progresiva supone que sus leyes no se formulan jamás con una exactitud absoluta, aunque siempre con una aproximación.

En la doctrina de Le Dantec, no hay en ninguna parte, en el campo del conocimiento, una barrera que limite el dominio propio de la ciencia. Aunque la opinión de Bergson sea todo lo opuesto, no es menos precioso marcar los puntos tan numerosos y tan importantes donde se encuentra con Le Dantec. En fin, como lo hace notar Jules Sageret: el acuerdo absolutamente involuntario de dos grandes espíritus, realizado por dos métodos que se encaran lo más a menudo como contradictorios, da las mejores garantías imaginables para una conquista de verdades.

Demos aun la palabra a Sageret para que nos hable del Pragmatismo7. El pragmatismo es una doctrina que se había desarrollado desde hace un cierto tiempo en los Estados Unidos y en Inglaterra, antes de que la traducción de las obras de William James lo popularizara en Francia. Continuador de los Pierce, los Dewey, los Schiller, sus escritos respiran buen humor, salud, buen sentido y una familiaridad que no excluye elevación. W. James llegaba justo a punto para respaldar en Francia la ola de renovación religiosa que crecía ya. Los defensores de los dogmas cristianos, sobre todo los católicos, tendían a basar la fe en la disciplina social. Es preciso, decían, una moral sustraída al sentido crítico del individuo; ahora bien, nada, sino una religión dogmática, tiene el poder de hacerla imperativa para todas las conciencias. En resumen, el deber social de la razón arrastra la adhesión a los dogmas considerados como una verdad cierta.

Esta teoría de la verdad, que reduce una a otra las nociones de utilidad, de eficacidad prácticas y la noción de verdad, no introduce más que confusiones en el lenguaje y el pensamiento, a pesar de que ofrece ciertas facilidades a la Fe. Antes de ella, se empleaba la palabra “verdadero” en varias acepciones, pero se sabía distinguirlas y se conocía una que no se confundía ni con bueno, ni con útil, ni con eficaz...una acepción donde la palabra “verdadero” poseía el monopolio exclusivo. El pragmatismo suprime esta acepción particular.

“…Lo verdadero -dice W. James- está comprendido en el bien, la verdad es un bien de cierta manera y no, como se supone ordinariamente, una categoría fuera del bien... La palabra VERDADERO designa todo aquello que se constata como bueno bajo la forma de una creencia y como bueno, además, por razones definidas, susceptibles de ser especificadas.8

La definición de lo verdadero por W. James, es un círculo vicioso. Se expresaría, en efecto, como sigue: “La palabra verdadero designa todo aquello que se constata como bueno... para llegar a la verdad.”

Apenas es necesario especificar la actitud del pragmatismo frente a la ciencia; las leyes, las teorías científicas no tienen valor más que por su utilidad. Se trata pues de presentarlas como debidas enteramente a la fabricación humana, como simples instrumentos. Verdaderas herramientas son buenas herramientas y son llamadas buenas cuando nos sirven para alcanzar, con el mínimo esfuerzo y tiempo, un resultado deseado.

El pragmatismo, en efecto, que considera la verdad científica como una regla de acción, no puede encarar los dogmas de otra manera. Los dogmas, para él, no son verdaderos más que en la medida en la cual sentimos que ellos nos mejoran. He ahí aquello que no podría admitir una religión de autoridad, bajo pena de dejar el campo libre a la interpretación y elección individuales y, en consecuencia, de abdicar la autoridad. “El católico, dice Edouard Le Roy, después de haber aceptado los dogmas, tiene toda libertad para hacerse con los objetos en correspondencia con la personalidad divina… con la representación intelectual que él quiera... Una sola obligación le incumbe: su teoría deberá justificar las reglas prácticas enunciadas por el dogma, su representación intelectual deberá rendir cuenta de las prescripciones dictadas por el dogma.”9

Este pasaje expone muy claramente, aunque abreviado, la acomodación pragmatista del catolicismo o de toda otra religión provista de dogmas.

Los “modernistas” y en particular el Abad Loisy, con una concepción análoga, han intentado impedir todo desacuerdo entre su Fe y los resultados de la crítica libre. Sin adherirse todos al pragmatismo en su conjunto, lo aplican a su creencia religiosa. Y por ello, el gobierno espiritual de los católicos los ha declarado enérgicamente culpables, pues exige todo lo contrario: Sed, dice él, pragmatistas para venir a mí, o fuera de mí, es vuestro asunto; pero, en el territorio de pensamiento sometido a mi jurisdicción, prohibición absoluta de profesar tal doctrina. El Abad Loisy, que aceptó el dogma de la resurrección de Cristo, no llegaba, en tanto que historiador, a ver una verdad histórica; entonces hizo del objeto del dogma una representación intelectual, una teoría, que dedicaba a explicar los efectos morales queridos y producidos por el dogma; él decía, si tengo buena memoria, que el Cristo había resucitado en su Iglesia. Según la tesis de Edouard Le Roy, el eminente exégeta no habría incurrido ahí en ningún reproche de herejía. Pero no fue esa la opinión del Papa, soberano en materia de Fe, que puso al Abad Loisy en la alternativa de retractarse o verse tratado como rebelde.

Si uno se limita a la inteligencia de las cosas, a la conquista progresiva de la verdad, es incuestionable que la ciencia permanece como única, necesaria y suficiente. Conocer no tiene sentido más que por el método científico. No es preciso concluir por ello que todos los problemas están resueltos. A cuestiones importantes, como por ejemplo, aquella del origen de la vida, la ciencia no responde sino con incertidumbres, pero por otra parte el misticismo agrega a menudo aun nuevos problemas a los misterios ya existentes. El científico y el místico se oponen a cada instante mientras que sería preciso justamente buscar la posible unión y como lo hemos repetido tan a menudo: aportar un poco más de bases científicas a la religión y emplear más el método místico en la búsqueda científica.

Es conveniente dar a la palabra “místico” su sentido original que un uso constante, bastante abusivo, 1e ha hecho perder en parte. “Místico” de la ciencia, “místico” del trabajo, “místico” de la patria: desde Peguy, esta palabra que se opone en él a “político”, envuelve en un halo de misterio e ideal la seca precisión del concepto. Sería también necesario desatar la idea de la mística de la religión.

La mística en sentido propio, tiene en común con la “mística” según el uso corriente del término, el poner el acento sobre el elemento irracional más que sobre los aspectos sociales, morales o dogmáticos de la religión. Quizás podría definirse así: el deseo misterioso, experimentado como sagrado, anterior a toda justificación racional, a veces inconciente, pero profundo e incoercible, del alma que se esfuerza para entrar en contacto con aquello que considera como Absoluto, generalmente su Dios, a veces también una entidad más vaga: el ser en si, el gran Todo, la naturaleza, el Alma del mundo.

Este elemento primordial, simple, en el fondo idéntico en todas partes, se expresa evidentemente en formas diversas, según el medio en que éstas se presenten y la cualidad espiritual del individuo. Anima ya los encantamientos y danzas de los primitivos. Se manifiesta más noblemente a medida que las civilizaciones se afirman: budismo en la India, taoísmo en China, misterios griegos, mística árabe y persa. Las grandes religiones del pasado tienen sus libros místicos. Cuando la filosofía se ha desarrollado en un pueblo, ella también intenta traducir en fórmulas discursivas lo que, por esencia, trasciende la razón.

Para el cristiano, la mística de las otras religiones, aunque infinitamente emocionante y respetable, solamente balbucea. El Cristo es el Verbo Único...

Desde hace algunos siglos, se ha adquirido el hábito de llamar místicos a quienes han experimentado a Dios en ellos, en un grado sobre-eminente. La teología mística especulativa describe esta misma experiencia y la trata teóricamente.

Los Primeros Padres de la Iglesia captan todo aquello que en el helenismo aparecía como una preparación capaz de ser incorporada al cristianismo. Platón juega aquí un papel mucho más importante que Aristóteles, y menos los tratados de Platón en sí mismos que la transposición que han dado Filón el Judío y los gnósticos. Penetrados por ese pensamiento, los escritos de Clemente de Alejandría y de Orígenes, en el siglo III, son los precursores del neoplatonismo cristiano que tendrá tanta importancia para la mística occidental. El neoplatonismo toma su forma clásica en los textos de Plotino (c. 205-270), quien hará escuela. Su doctrina se encuentra con variantes en su discípulo Porfirio y en Proclo.

El neoplatonismo inspira a los grandes doctores capadocianos: San Basilio de Cesarea, San Gregorio de Nacianzo, San Gregorio de Nisa. La obra inmensa de San Agustín (354-430) y la Consolación de la filosofía del romano Boecio (c. 480-524) serán del todo impregnadas.

Al principio del siglo VI, aparecieron tratados griegos que pertenecían a esta misma corriente, tales como De los nombres divinos, De la teología mística, De la jerarquía celeste. Se les atribuye a Dionisio el Aeropagita, discípulo de San Pablo. Los siglos siguientes continuaron designándolos con esos nombres. En realidad son, probablemente, obra de un neoplatónico convertido al cristianismo. Traducidos al latín por Jean Scot Erigène en la segunda mitad del siglo IX, inspiraron, al mismo tiempo que a San Agustín y Boecio, a toda la especulación mística del medioevo.

En las orillas del Rin se encuentran desde los primeros siglos, focos de cristiandad, pero Germania en su conjunto ha llegado tarde al catolicismo. Es después de que Bonifacio, llegado de Inglaterra, había predicado la fe en Renania y Hesse, que las regiones que evangelizó se cubrieron de abadías.

La renana Hildegarda (1098-1179) fundó los monasterios benedictinos de Bingen y de Eibingen. Practicó la medicina, viajaba, predicaba, y mantenía correspondencia con las más altas personalidades de su tiempo: Bernard de Clairvaux, el Emperador, el Papa. Estas visiones proféticas llenan su libro más célebre Scivias. Hierática, austera, viril, Santa Hildegarda de Bingen recuerda por su estilo, grandioso y sombrío, a Ezequiel y al Apocalipsis. Ella enseñaba, severa y grave, convencida de una misión con su tiempo.

Su compatriota y contemporánea Elizabeth de Schönau, benedictina como ella, dejó libros de visiones menos célebres, pero donde se transparenta un alma humilde y llena de amor.

A principios del siglo XIII un amplio movimiento se dibujó en la Europa cristiana. Hasta entonces la expresión más alta de la vida religiosa era el claustro o la soledad eremítica, y he aquí que los laicos también buscaron abrazar un modo de existencia compatible con su piedad. Al interior de la misma Iglesia donde ya dispuestos a evadirse, los adeptos quieren seguir el consejo evangélico de pobreza, imitar la vida del Cristo y de los apóstoles. Siguiendo por regiones, se verá a los pobres de Lyon, discípulos de Pierre Valdo, los Humiliati* en el Norte de Italia, los Albigenses al sur de Francia. En este esfuerzo para interiorizar su fe, los más extremistas pretenderán saltarse el culto y el sacerdote, inclusive los sacramentos, para suprimir todos los intermediarios entre Dios y ellos.

El corazón ardiente de Francisco de Asís (1182-1224), el celo apostólico del español Domingo (1170-1221), inflaman a su vez a las multitudes.

Los Franciscanos llegaron a Alemania en 1221. Antes de 1230 ya tenían casas en la mayor parte de las provincias. La mística franciscana de Alemania es aún mal conocida. David d’Augsburgo (hacia 1200-1272) es el primer franciscano alemán a quien se le puede dar el nombre de místico, escribió en latín y en lengua vulgar. Su compatriota Lamprecht de Ratisbona, igualmente franciscano compuso hacia 1250, en alemán, un poema místico con intención didáctica: La Hija de Sión. Lamprecht y David se muestran bastante recelosos con respecto a la mística femenina, con sus fenómenos más o menos de buena ley.

Casi al mismo tiempo que los Franciscanos, los Dominicanos aparecieron en Alemania. Desde 1221, se instalaron en Colonia. Las dos Ordenes Terciarias respondían al deseo de las almas; gracias a estas instituciones se podrá obedecer los deberes familiares y sociales imitando de la mejor manera al Cristo. Después de la muerte de su esposo, Elizabeth de Hungría (1207-1231), duquesa de Turingia, entró en la Orden Terciaria de San Francisco, creando en Alemania central la primera comunidad caritativa, consagrada a los pobres y a los enfermos, que corresponde a las beaterías del norte.

Hacia 1260, nació el Maestro Eckhart. Aquel a quien se llamará Padre y Jefe de la mística alemana, salió de una familia de caballeros cuya residencia se situaba en Hochheim, a dos horas de marcha al norte de Gotha, en esta Turingia que Santa Elizabeth, esposa del Landgrave Luis IV, había llenado con su caridad en el primer cuarto de siglo. Eckhart de Hochheim entró muy joven en el convento de Erfurt, próximo a su lugar natal.

Desde su aurora, la Orden dominicana recibió en Alemania reclutas selectos. Cuando el santo fundador murió en 1221, fue a Jourdain de Saxe a quien el capítulo general llamó para sucederle. El hijo de un señor suevo, Albert de Lauingen, que la posteridad llamará San Alberto el Grande, dio a la Orden un singular prestigio por la brillantez de su enseñanza en París y Colonia, y no es uno de sus méritos menores el de haber formado un discípulo que brillará con una gloria aún más grande: el italiano Tomás de Aquino. Quien dice predicador dice instructor, por lo tanto instruido y seguro de su doctrina. Ordo doctorum.

Si el novicio no tiene conocimiento del latín, la lógica y la retórica, se le enseñará ante todo. Un año de noviciado. Dos años de aplicación al divinum oficium y al estudio de las Constituciones de la Orden; más tarde, cinco años de filosofía seguidos de tres años de teología que incluyen: un año para los cursos de la Biblia y dos años para las Sentencias de Pierre Lombard, manual de teología del cual todos los maestros ofrecen un comentario a sus alumnos.

Cuando han cumplido este ciclo, los jóvenes Dominicanos notables por su piedad e inteligencia son enviados al studium generale de su Provincia con el fin de profundizar su ciencia de las Escrituras y la teología. El studium generale de Colonia, del cual depende Erfurt, fue fundado por todo un personaje, nada menos que el mismo Maestro Alberto, en 1248. Después de una existencia totalmente llena por la enseñanza y el estudio, fue también en esa ciudad que el viejo Maestro pasó los últimos años de su vida, allí murió el 15 de noviembre 1280. El joven Eckhart de Hochheim fue enviado a la capital renana posiblemente durante el curso de la década siguiente.

Más tarde se convertirá en el predicador de Erfurt y vicario general de Turingia y es en 1302 que recibe el título de Maestro en teología sagrada y que es enviado a París, primer centro intelectual.

La teología tradicional se inspiraba entonces en el neoplatonismo y en San Agustín, pero Aristóteles penetraba poco a poco en Occidente. Ya en el siglo XII, Abelardo había provocado graves remezones aplicando su dialéctica a las cuestiones dogmáticas mismas. Las obras de los filósofos árabes, sobre todo de Avicena (980-1036) y Averroes (1126-1198) y aquellas de los filósofos judíos, sus discípulos -Maimónides (1135-1204), con su Guía de los indecisos, el más escuchado- ofrecieron un mejor conocimiento de Aristóteles, gracias a las traducciones latinas de sus obras hechas en España a inicios del siglo XIII. Ellos mismos o sus traductores inclinaban con gusto el pensamiento aristotélico en el sentido del neoplatonismo. Se le atribuía aun a Aristóteles ciertas obras como el Liber causis inspirada en Proclo. Los grandes escolásticos y el Maestro Eckhart, en sus escritos latinos, citaron a menudo a todos estos autores.

Cuando Eckhart llegó a París, los maestros más ilustres estaban muertos. Tomás de Aquino y Buenaventura en 1274, aun antes que el viejo Maestro Alberto.

Se habla en esta época de un personaje un poco extraño, viajante intrépido y no menos infatigable escritor, buen conocedor de los filósofos árabes, olía en todas partes el averroísmo a combatir, terciario franciscano inflamado de amor por el Cristo como Francisco de Asís, es Raymundo Lullio. Originario de las Islas Baleares10. Teólogo y apóstol, misionero y místico, su enseñanza tendrá repercusiones en varias escuelas filosóficas. Acompañado de Tomás de Arras, presentará inclusive a la Reina de Francia un resumen de la doctrina Lulliana.

Así, después de haber pasado las primeras décadas de su vida en el clima místico que reinaba en Alemania, el Maestro Eckhart, a los cuarenta años, se encontraba sumergido en el medio intelectual más vital de la cristiandad, en el cruce mismo de sus grandes corrientes. El conocía todas estas doctrinas, las manejaba y asimilaba más o menos a su propio pensamiento.

El método de enseñanza universitaria comporta, además de las lecciones, las “disputas”, equivalentes en el orden intelectual a los torneos para los caballeros. El defensor y el adversario se batían a golpes de argumentos; el profesor que presidía sacaba las conclusiones. Quaestiones disputatae, de las cuales poseían un gran número las bibliotecas de escuelas y monasterios. Durante el curso de esa primera estancia parisina, Eckhart sostuvo una de aquellas “disputas” con el Maestro general de los Franciscanos, Gonzalve de Vallebona. Cuando dejó la Universidad, obtuvo el título que llevaría en adelante: “Maestro” Eckhart.

En 1303 fue elegido provincial de Saxe. En 1307 se le nombró además vicario general para Bohemia. Y aquí está, a la cabeza de una inmensa provincia que va desde los Países Bajos hasta el lejano norte alemán y a la región de Praga, rigiendo unos cincuenta monasterios de hermanos y nueve monasterios de religiosas, que recorría en todos los sentidos como lo pedía su cargo, naturalmente a pie, leguas y leguas. Y si más tarde el se ve aún obligado como su discípulo Suso, a patullar con gruesos zapatos y vestidos alzados, a través de las cañas de tierras pantanosas, no le parecía larga la ruta que recorría con Dios, meditando sobre aquello que debía decir para mayor edificación de sus hijas e hijos espirituales. Fue durante el curso de este período que redactó su Libro de la consolación divina.

Ninguna anécdota nos lo sitúa en la vida pública o privada, el Maestro Eckhart desaparece enteramente detrás de su Obra. Murió entre febrero de 1327 y el inicio de 1329, quizás en Colonia, en alguna etapa de la ruta que lo reconducía de Aviñón a su Provincia de Alemania. El lugar es incierto y la fecha casi tan imprecisa como la de su nacimiento.

Jeanne Ancelet-Hustache (en “Maestro Eckhart”, París, 1956) describe la Obra de este gran místico.

Al mismo tiempo que enseña y predica, Eckhart trabaja en su gran obra: Opus tripartitum. Ignoramos la fecha, pero sin ninguna duda la emprendió después de su regreso de Alemania, hacia 1314, ya que es la obra de un hombre que ha llegado a su madurez y ordena sus conocimientos. Eckhart tenía la intención de exponer ahí toda su doctrina apoyándose sobre la triple autoridad de la Biblia, el “Hermano” Tomás y la razón.

El pensamiento de Eckhart tiene la reputación de ser difícil. Designa por el término “Dios” (Got) al Dios trinitario, el Dios creador, mientras que emplea con más gusto la palabra “deidad” (gotheit) para nombrar la esencia divina, origen de la difusión de las tres Personas. Cuando explica que las facultades del alma permanecen jóvenes, independientes de lo temporal, se expresa así:

Ayer, yo pronunciaba una palabra que parecía verdaderamente increíble. Decía: Jerusalem está tan próximo a mi alma como el lugar donde me encuentro ahora. Sí, en verdad, aun lo que está alejado más de mil leguas de Jerusalem, está tan próximo a mi alma como mi propio cuerpo. Estoy tan seguro de esto como de que soy un ser humano y esto es fácil de comprender para los clérigos instruidos!” (Sermón: Adolescens, tibi dico : surge!).

En el mismo estilo dirá: “Dios y la deidad son tan diferentes uno del otro como el cielo y la tierra... Dios opera, la deidad no opera, ella no tiene nada que operar, no hay operación en ella, no ha tenido jamás ninguna operación en vista. Dios y la deidad difieren por el actuar y el no actuar.” (Sermón: Nolite timere eos...).

La esencia divina permanece absolutamente innombrable por todos los términos que se le aplique, Dionisio dice de Dios que es una “nada”, “una pura nada”. Eckhart desarrolla ese tema, con una inaudita sobreabundancia de negación: Dios es sin nombre, ya que nadie puede decir o comprender nada de él... Si yo digo pues: Dios es bueno, no es verdad; yo soy bueno, pero Dios no es bueno... Si yo digo aun Dios es prudente, no es cierto, yo soy más prudente que él. Si digo además: Dios es un ser, no es cierto, él es un ser más arriba del ser y una negación supraesencial. Un maestro dice: Si yo tuviera un Dios al que pudiera conocer, no lo tendría por Dios... Tú debes amarlo tal como es, ni Dios, ni espíritu, ni persona, ni imagen; más aun: El Uno sin mezcla, puro, luminoso... (Sermón : Renovamini mentis vestrae). Pero, precisa en otro sermón: Cuando he dicho que Dios no era un ser y que él estaba más arriba del ser, no le rehusado por ello el ser, al contrario, le he atribuido un ser más elevado. (Sermón: Quasi stella matutina...).

Para Eckhart como para Santo Tomás de Aquino y toda la escolástica, las ideas de las cosas creadas están en Dios, acto puro, como en su ejemplarizador eterno: ni diferentes de Dios ni diferentes una de la otra.

Cuando decimos que todas las cosas están en Dios, se entiende por ello que, así como él es en su naturaleza sin ninguna distinción y sin embargo absolutamente distinto de todas las cosas, asimismo en él todas las cosas están en la más grande distinción y sin embargo no distintas y ante todo porque el hombre es Dios en Dios: del mismo modo, pues, que Dios no es distinto del león y es absolutamente distinto, así mismo, en Dios el hombre no es distinto del león y es absolutamente distinto. Así sucede con otras cosas. (Sermón latin IV, 1).

Su texto alemán dará una forma más audaz a esas nociones, que su latín había expresado en términos de escuela.

Es ahí que yo he reposado y dormido eternamente en el conocimiento escondido del Padre eterno, permaneciendo en él inexpresado (Ave, gratia plena). En este ser de Dios donde Dios esta más allá de todo ser y de toda distinción, yo mismo era y yo me quería, me conocía a mí mismo, queriendo crear el hombre que soy. Y es por ello que soy la causa de mi mismo, según mi ser que es eterno, pero no según mi porvenir que es temporal (Beati pauperes spiritu).

Dios o más bien “la deidad”, el “grund”, el fondo original, principio supremo de todas las cosas, ha dado a las criaturas su propio ser. Es con relación a ellas que la “deidad” se convierte en “Dios”. De ahí ese texto tan mal comprendido a menudo: Dios se convierte en Dios cuando las criaturas dicen: Dios. (Nolite timere eos). Suso retoma esta misma definición en términos más precisos: “Por esta difusión, todas las criaturas encontraron su Dios, ya que cuando la criatura comprende que ella es una criatura, reconoce a su creador y su Dios”.

Las deformaciones se multiplicaron después de la muerte del Maestro Eckhart, sus obras pasaron de mano en mano, sin que fuera nombrado siempre, en cambio circulan bajo su nombre tratados que sin duda no ha escrito y sermones que tal vez no pronunció jamás. La presencia en la Orden dominicana de otro Eckhart, llamado el joven (muerto en 1337) aumenta aun la confusión.

Dos de sus discípulos, al menos, transmiten auténticamente su pensamiento: Tauler y Suso, muy grandes ellos también, aunque de un temperamento menos genial que su maestro. Desgraciadamente sobre la vida de Tauler no tenemos más información que sobre la de Eckhart. Nacido hacia el 1300, tenía quince o veinte años cuando entró en la Orden dominicana. Hacia el 1325 fue enviado al studium generale de Colonia. Fue ahí que se inició en la doctrina de Eckhart. Se le encuentra en Colonia, Bale, finalmente en Estrasburgo, donde muere el 16 de junio de 1361. Como a Eckhart, se le atribuye, pero con mejores intenciones, textos que no son de él: El Libro de la pobreza espiritual, la Medulla animae, obras de discípulos anónimos (se sabe que en la Edad Media, sobre la propiedad literaria había concepciones distintas de las nuestras).

Formado en la misma escuela que Suso, el flamenco Juan Ruysbroeck (1293-1381) responde como Eckhart a la piedad de las almas ávidas de Dios. Es preciso citar aun un canónigo de San Jorge, originario de los Países Bajos, Henri de Calcar, que estudió en París filosofía y teología, entró en Enero de 1365 en la Cartuja donde morirá en 1408 en olor de santidad, dejando numerosos escritos místicos. El decidió a uno de sus compatriotas, su antiguo compañero de estudios en París, Gerhart Groote (nacido en Deventer en 1340), a abrazar una vida más perfecta. Es a Gerhart Groote que remontan dos de las instituciones más importantes de la época que forma el lazo entre la Edad Media y los tiempos modernos: los Hermanos de la Vida común y la Congregación de Windesheim cerca de Zwolle en los Países Bajos, fundada sobre la orden de Goote, por su Sucesor Florent Radewyn en 1386. Ellos querían de ese modo devolver a la disciplina monástica su antigua austeridad. Para hacer comprender la importancia cultural de las fundaciones de Gerhart Groote, basta indicar que Nicolás de Cusa, Thomas de Kempten, Erasmo, fueron sus alumnos. Los Hermanos ganaban su pan copiando la Biblia, los Padres de la Iglesia, los místicos. Gerhart Groote es también uno de aquellos que más contribuyeron a instaurar lo que se ha nombrado la devotio moderna. Ludolphe de Chartreux (muerto en 1377) con su célebre Vita Jesu Christi y Suso, siendo dos de los eslabones esenciales que, más allá de los santos de Helfta y los monjes dominicanos de los siglos XIII y XIV, religan esa forma de piedad a Francisco de Asís y a San Bernardo en los aspectos de su mística que hablan al corazón. El alma es invitada, más que sobre los altos misterios del Logos, a meditar sobre la humanidad del Dios hecho hombre, que se hace presente en la eucaristía al alma que la busca. Tomas de Kempten (1380-1471) escribe la Imitación de Jesus-Cristo, el más célebre entre todos los libros de piedad.

La Theologia Deutsch compuesta entre 1400 y 1430 por un desconocido llamado el Anónimo de Frankfurt, retoma sin gran originalidad los temas eckhartianos, insistiendo de todas maneras con mayor fuerza sobre los misterios de la vida del Cristo. Esta obra debe sobre todo su celebridad al gran acontecimiento que hizo de ello el joven Lutero que la publicó en 1518. El apreciaba mucho también a Tauler en sus textos más o menos auténticos pero más tarde debía apartarse de toda la mística medieval.

Dejemos ahora a J. A. Hustache concluir sobre la obra de Maestro Eckhart. En Alemania mismo ¿Qué es lo que los escritores místicos del siglo XVI y XVII deben al Maestro Eckhart, sea directamente, sea por empréstitos a sus discípulos de Renania o de Flandes? Se encuentran huellas de su doctrina entre aquellos que se sitúan prácticamente bastante lejos de toda confesión, Paracelso (1493-1541), Valentin Weigel (1333-1588), Jacob Boehme (1575-1624), Daniel von Czepko (1605-1660), en un Jesuita como Frederic von Spe (1591-1635) o un protestante convertido al catolicismo, como Johannes Scheffler, el célebre Angelus Silesius (1624?-1677) Sin hablar del siglo XVIII y del pietismo, las filiaciones son cada vez más difíciles de establecer a medida que uno avanza en el tiempo. La principal dificultad proviene de que unos y otros buscan en parte en las mismas fuentes: Denys el místico y más allá, Proclus y Plotino. Solo una referencia a una lectura o a una cita precisa puede traer una certidumbre. Ahora bien, a pesar de los trabajos de aproximación, incluso a veces de excelentes monografías, queda mucho por hacer en este campo insuficientemente explorado aun. Deseemos a todos los descifradores un sentido crítico y una objetividad, cuya insuficiencia se debe lamentar con demasiada frecuencia.

Volvámonos pues hacia otro aspecto y tomemos el punto de vista de Pierre Kovalevsky sobre la Espiritualidad rusa.

Entre los grandes maestros espirituales hay uno cuya influencia sobre los destinos de su país ha sido excepcional. No se lo puede comparar ciertamente ni con Moisés, ni con Mahoma, que han dado a sus pueblos una nueva Ley. San Sergio no ha hecho más que aplicar a la vida los mandamientos evangélicos él no ha servido de ejemplo solamente a numerosas generaciones de cristianos, sino que ha reeducado a su pueblo. Su obra está íntimamente ligada a la historia de Rusia desde el siglo catorce hasta nuestros días. San Sergio ha hurgado largamente en el tesoro de la espiritualidad ortodoxa de los siglos precedentes, pero ha sabido adaptar esa espiritualidad a las aspiraciones más nobles y más profundas de su pueblo. El es no solamente el Santo más grande de Rusia, sino un maestro espiritual cuya importancia no hace más que crecer en nuestros días. Su ideal de vida monástica, comunitaria y vuelta hacia el mundo puede mostrar la Vía a muchos de nuestros contemporáneos.

El pintor ruso Nestérov, renovador al final del siglo XIX de la pintura rusa nos ha dejado un cuadro que él ha llamado La Santa Rusia, cuya reproducción adorna millares de hogares rusos. Ese cuadro representa a Cristo recorriendo las llanuras y los bosques rusos, seguido de San Sergio, San Nicolás, y del príncipe Boris, atrayendo hacia Él a todo el pueblo, ávido de Sus palabras.

Este cuadro es muy representativo de la espiritualidad rusa, ya que es por los dos patrones del país, uno adoptivo y el otro salido de su seno, así como por el ejemplo del santo Príncipe Boris, que millares de almas han sido llevadas hacia el Salvador y han formado aquello que llamamos « La Santa Rusia ».

Para dar un cuadro completo de la espiritualidad ortodoxa sería preciso remontarse a los primeros siglos cristianos, a los Doctores de la Iglesia de Oriente y a los Padres del Desierto. Es a los dos hermanos Constantino (Cirilo) y Método a quienes incumbe la gran tarea de evangelizar a los pueblos eslavos e iniciarlos a la cultura cristiana. Los Eslavos entraron en la familia de los pueblos cristianos en el corazón de los siglos IX y X, después de la victoria de la Iglesia sobre el iconoclasmo, en la época del florecimiento de la vida litúrgica. Su espiritualidad será pues, desde los inicios, profundamente litúrgica y el icono permanecerá en el centro de su piedad. El ideal monástico se formará desde el siglo XI pero no tomará su forma definitiva sino en la época de San Sergio. Su principio es aquel de la vida comunitaria vuelta hacia el mundo. El monje será pobre, su vida será ascética, pero llena de caridad activa. La comunidad tenderá no solamente hacia el perfeccionamiento personal, sino hacia la santificación de la vida del pueblo. El monasterio será pues un centro viviente, cuya influencia educadora se extenderá a toda la población de los alrededores. Un texto evangélico estará siempre presente en el espíritu de un Ruso creyente « Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia y todo os será dado por añadidura. » (Mateo, VI-33.)

Sobre la vida de San Sergio poseemos dos documentos de primera importancia que datan de la primera mitad del siglo XV. Pero estos documentos deben ser completados por las crónicas locales sobre todo en lo concerniente a la juventud del Santo. Las “Vidas”, no dan por otra parte sino escasos detalles sobre las influencias que él ha experimentado. De las dos “Vidas” que han llegado hasta nosotros, la primera es la más preciosa. Ella fue escrita por Epifanio, llamado el “muy Sabio” monje de la Abadía de Trinidad y alumno de San Sergio. Data de los años 1417-18 y fue compuesta veinticinco años después de la muerte del Santo. La otra se debe al sabio serbio, Pácomo el Logotete y debe ser fechada entre 1440-43. Epifanio resalta sobre todo la humildad, la clemencia y la pobreza monacal de San Sergio, pero es muy reservado en lo concerniente a la acción nacional del Santo.

San Sergio desciende de una familia de ricos boyardos de Rostof la Grande, que poseían tierras no lejos de la ciudad, sobre la ruta de Uglitch. El padre de San Sergio acompañaba al príncipe de Rostof en sus viajes peligrosos a través de la Horda tártara, era su hombre de confianza. El príncipe Basil, cuyo consejero era el padre de san Sergio, fue el último soberano independiente de Rostof. Sus dos hijos Teodoro y Constantino, perdieron su patrimonio en beneficio de Moscú. La tierra de los padres de san Sergio se llamaba “Varnitsa”, palabra que significa en ruso “salinas”, y eran probablemente propietarios de esta explotación que dio su nombre al pueblo.

Las Vidas” no dan el año de nacimiento de San Sergio, pero según el de su muerte y su edad (murió en 1392 a la edad de 78 años) se puede suponer que nació entre 1313-131411.

Las biografías insisten mucho sobre los milagros que acompañaron el nacimiento del niño (que habría emitido gritos ya en el vientre de su madre...).

El bebé rechazaba el seno de su madre los días que ella había comido carne, así que ella decidió privarse completamente de eso.

Sus padres se retiraron a un convento, cerca de Khotkovo donde había dos comunidades, una para los hombres y otra para las mujeres. Ellos murieron apaciblemente en 1334. San Sergio permaneció cerca de cuarenta días junto a la tumba de sus padres, después decidió partir hacia el desierto. No tenía entonces más de veinte años y se preparó en el silencio y la plegaria para la consagración monacal. Después de tres años de vida anacoreta, pidió al abad Mitrophane que lo visitaba algunas veces, consagrarlo monje. Era el 7 de octubre de 1337 y entonces cambió su verdadero nombre Bartolomé, recibiendo del abad el nombre de Sergio, el día de los santos mártires Sergio y Bacchus. El joven monje comulgó y, como lo relata la “Vida”, el aire de la iglesia fue perfumado. San Sergio permaneció en la iglesia siete días nutriéndose únicamente del pan eucarístico recibido de manos del prior. Cantaba salmos.

El prior lo instruía y lo dejaba solo en el desierto. No se sabe cuánto tiempo vivió solo San Sergio en los bosques de Rádonezh. Epifanio dijo en su “Vida”, que solo Dios sabía cuanto tiempo el joven monje pasaba en la soledad. Su vida era dura y las tentaciones numerosas. Las bestias salvajes lo rodeaban, la naturaleza era inclemente, los inviernos rigurosos y era difícil procurarse alimentos. Los lobos hambrientos rodeaban a veces su celda y los osos venían hasta su estancia. Algunas veces el bienaventurado no tenía más que un pedazo de pan, que sin embargo lo echaba a la bestia, no queriendo ofenderla al dejarla partir sin alimento. A pesar del alejamiento de la ermita, los rumores concernientes a la vida ejemplar del anacoreta de Rádonezh, se habían expandido por todas partes. El prior Mitrophane lo visitaba y había otros monjes que venían de tiempo en tiempo a visitarlo y llevarle alimentos. Entre los primeros llegados había un viejo monje llamado Basilio, apodado el “Seco”, que llegó de las fuentes del río Dubna y otro que se llamaba Santiago. Estaba también el diácono Onésimo y su padre Eliseo. Ellos construían celdas y poco a poco se formó una pequeña comunidad. El número de los compañeros de san Sergio quedó largo tiempo limitado a doce en memoria de los doce Apóstoles del Señor.

Naturalmente, todo se transformaba rápidamente, el Monasterio de la Trinidad como se le llamó más tarde, vio llegar numerosos adeptos y rápidamente hubo más de cien monjes y vastos edificios. San Sergio abandonó esos lugares para encontrar la soledad en un claro al borde del río Kirjatch. Allí construyó una capilla y una celda, sin embargo no solamente numerosos monjes vinieron a unírsele de nuevo, sino que incluso algunos voluntarios construyeron una Iglesia y un nuevo monasterio fue edificado donde San Sergio dejó como prior a su alumno Romain, regresando a su abadía después de más o menos cuatro años de ausencia.

Más tarde varios monasterios fueron fundados por los discípulos de San Sergio.

El Santo vivió largos años de plegarias, ayuno y trabajo, alcanzando una edad avanzada, sin abandonar jamás los cantos y los oficios divinos. A medida que se volvía más viejo, su ardor crecía más. Seis meses antes de su muerte, que había previsto, convocó a todos los monjes y remitió la dirección de la abadía al más anciano y próximo de sus alumnos, Nícon, pleno de virtudes. Le ordenó pastorear el rebaño del Cristo con atención y justicia y él mismo se consagró al silencio. Viendo aproximarse su muerte, pidió a todos venir exhortándolos a permanecer fieles a la ortodoxia y terminó su instrucción con estas palabras “Al llamado de Dios, yo os abandono y os entrego al Señor todopoderoso. Que Su muy Pura Madre os sea un asilo y una defensa contra las redes del enemigo”.

El comulgó con los Santos Dones, sostenido por sus alumnos, elevó sus manos hacia el cielo y después de una plegaria remitió su santa y pura alma a Dios, el 25 septiembre de 1392. Su cuerpo exhaló un perfume divino.

Fue enterrado bajo la iglesia de la Trinidad que había construido. Numerosos milagros se produjeron sobre su tumba: paralíticos fueron curados, poseídos liberados de sus males y ciegos recobraron la vista. Treinta años después de su muerte, su cuerpo milagrosamente preservado fue encontrado y depositado en la iglesia. Un día, un piadoso habitante de los alrededores tuvo un sueño. El Santo se le apareció y dijo “Anuncia al Abad Superior que no deben dejar mi cuerpo rodeado de agua”. El hombre fue inmediatamente a casa del Abad Nícon y le contó el sueño. Se buscó bajo la iglesia y se encontró el ataúd rodeado de agua. Cuando se lo abrió, toda la asistencia vio que el cuerpo del santo estaba enteramente intacto y que sus ropas no habían sufrido por su estancia bajo tierra. Se puso el cuerpo en un nuevo ataúd colocándolo en la iglesia construida nuevamente, donde reposa hasta nuestros días. Era el 5 de julio de 1422 y una muchedumbre enorme de peregrinos asistió al traslado de las reliquias.

La obra de San Sergio fue proseguida después de él. Sus numerosos alumnos y amigos fundaron monasterios en toda Rusia. Después de un período de decadencia, fue verdaderamente el renovador de la vida monástica en Rusia, educador del pueblo y guía espiritual. Su abadía continuó durante siglos esta obra de enderezamiento moral del país.



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Nos proponíamos citar otras autoridades espirituales aun, pero un acontecimiento importante acaba de producirse.

El Papa Pío XII ha muerto y debemos, con un momento de recogimiento, ofrecer un pensamiento piadoso a este Jefe de la Gran Iglesia, que acaba de desaparecer. Por otra parte, parece interesante en este momento plantear algunas cuestiones que son ciertamente ignoradas por el gran público.

Bajo el título de “Hojeando la historia de los Papas”, Lucien Rousset, acaba de publicar un artículo del cual tomaremos algunos pasajes.

En el siglo XIII, el colegio de los Cardenales no contaba más que con 53 miembros. Fue el Papa Sixto Quinto en 1586 quien llevó este número a 70, cifra simbólica, que es aquella de los ancianos que acompañaban a Moisés, de los discípulos de Cristo y de los traductores de la Biblia al griego.

¿“Cifra simbólica”, dice el autor de este artículo? En consecuencia, 72 sería mucho mejor aplicada, por ser precisamente más “simbólica”, corresponde por otra parte a los 72 semi-decanos del Zodíaco y este es el número de los Respetables Instructores según la Tradición Iniciática, “símbolo” que el Cristo Jesús había respetado al escoger a sus discípulos y que era igualmente el número de los Ancianos que acompañaron a Moisés, etc.

Los Cardinales no siempre vistieron de rojo. En 1245 el Papa Inocencio IV para distinguir a sus legados los dota de un sombrero rojo que fue rápidamente adoptado por los cardenales. Fue Pablo II en el siglo XV quien los autorizó a llevar el manto rojo y Urbano VIII en 1630, les distinguió con el título de Eminencia. En cuanto a la túnica blanca del papa, ella remonta al siglo XVI. Pío V, monje dominicano elegido Papa en 1566 conservó, después de su elevación, su sotana blanca, de hermano predicador. Después de su muerte en 1572, se estableció el uso de estar vestido de blanco para el soberano Pontífice.

En la fastuosa ceremonia del coronamiento de un Papa, uno de los momentos solemnes es la entrega de la tiara, la triple corona. Antes del siglo XI los papas no llevaban más que una especie de bonete “el frigium” que era la marca distintiva de las más altas personalidades romanas. En 1059, Nicolás II agregó al borde inferior de este bonete una corona de oro en signo de soberanía. Más de dos siglos después, Bonifacio VIII agregó una segunda corona y el Papa de Aviñón, Clemente V, colocó la tercera en 1305, Esas tres coronas representan la triple soberanía del papa sobre la Iglesia sufriente, militante y triunfante.

Gregorio VII tenía 60 años cuando fue elegido Papa en 1073. Él era el segundo Pontífice salido del cónclave desde el famoso decreto promulgado en 1059 por el Papa Nicolás II, decreto que quitaba a los laicos el derecho de escoger el Papa y que confiaba su elección únicamente a los cardenales. Gregorio VII, antiguo monje de Cluny, Burguiñón enfermizo pero ardiente y tenaz político, apóstol de la fe, se levantó con resolución. Condenó al emperador germánico Enrique IV que siguió vendiendo obispados y respondió haciendo deponer al Papa por una asamblea de obispos a sus órdenes. Pero, Gregorio VII lo excomulgó y aun más, lo depuso, afirmando el derecho del papa a destronar el Emperador y atribuir a otro la corona imperial que no es entregada sino por el papa. Enrique IV retomó la lucha y nuevamente hizo deponer a Gregorio VII y nombró un antipapa, el arzobispo de Ravena que tomó el nombre de Clemente III, más tarde, el descendió a Italia sometiéndola rápidamente. El 31 de marzo de 1084 entró en Roma, entronizando al antipapa y haciéndose consagrar emperador por él. Gregorio VII se había refugiado en el Castillo de Sant´Angelo la situación era inextricable. Fue entonces que apareció a las puertas de Roma, Roberto Guiscard, aventurero normando protegido por los papas. Ante esas fuerzas superiores, Enrique IV tuvo que dejar Roma. Pero la ciudad fue sometida a pillajes por las tropas de Guiscard. Gregorio VII no se repuso jamás de esta aventura y murió al año siguiente.

Pablo III (de la familia Farnesio) organizó un verdadero plan de urbanismo, fue él quien hizo de Roma una ciudad nueva, no olvidó a los artistas, sus contemporáneos y Miguel Angel le debe mucho. Sin embargo, fue un hombre de carácter, excomulgó al rey de Inglaterra Enrique VIII y lanzó una interdicción sobre su reinado: empezó en la misma corte pontificia la gran reforma moral que se imponía; en fin, fue el iniciador del Concilio de Trento. Y fue Pablo III, artista y humanista, quien restableció la Inquisición y creó el Index...

El 28 de Octubre de 1958, el Cardenal Roncalli fue elegido Papa.

El abad Angelo Roncalli, convertido en obispo de Acrópolis, más tarde en nuncio apostólico en Paris, Cardenal patriarca de Venecia y en fin, soberano pontífice, fue consagrado el 4 de Noviembre en San Pedro en Roma bajo el nombre de Juan XXIII.

El nuevo Papa explicó que fue en recuerdo de Juan XXII, que tomó el nombre de Juan en sucesión, en simpatía tanto por Francia como por razones más profundas que le hacen ligarse quizá, espiritualmente, a este Papa que reinaba en Aviñón, cuando el Papado estaba exiliado en esta ciudad del sur de Francia, en el siglo XIV.

En 1314, el Duque Luis de Baviera se hizo elegir y coronar rey de Alemania contra Federico de Austria que mantuvo sus pretensiones al trono. Una vez más, Alemania se encontró dividida por guerras internas y desgarrada por largas hostilidades. En 1322, Federico es definitivamente vencido y hecho prisionero en Muhldorf. Lejos de buscar la pacificación de los espíritus, Luis no pensó más que en satisfacer sus ambiciones. Reclamó los derechos del Imperio en Italia, objeto de tan duras querellas desde hace largo tiempo. Pero por muy exiliado que estuviese en Aviñón, el Papado permaneció vigilante en la persona de, Juan XXII, francés instruido, enérgico y buen administrador. No accede al Imperio más que el rey escogido por el Papa para ser su defensor. Pertenece pues a éste el decidir en caso de doble elección. Juan XXII invitó a Luis de Baviera a presentarse ante él y entregar la corona. Luis respondió convocando un concilio general. El Papa respondió con la excomunión (1324). Luis lo acuso de herejía y pidió deponerlo. Corrió entonces el rumor de que Juan XXII tenia la intención de elevar al Imperio al Rey de Francia, Carlos IV. Luis se acercó entonces a su antiguo adversario Federico de Austria, dirigiéndose a Italia donde se hizo coronar Emperador en nombre del pueblo, por Sciarra Colonna y opuso a Juan XXII un antipapa (el 18 de abril de 1328).

Cuando al inicio de 1327 surgió el triste asunto del Maestro Eckhart, de quien se sospechaba herejía, el místico alemán se quejó ante la comisión de encuesta que sus jueces hacían rezagar largamente su proceso y que habían concedido audiencia a miembros de la Orden extremadamente sospechosos. Se presentó ante la comisión para recibir las cartas de dimisión que había solicitado. Se le anunció entonces que su pedido de apelación a la Santa Sede había sido rechazado por “frívolo”.

Juan XXII dijo que él había hecho examinar por varios doctores en teología todos los artículos de Eckhart transcritos en la bula de condena aunque los había examinado cuidadosamente él mismo con sus hermanos.

Por otro lado, la bula lo juzga de una manera incisiva: “El había querido saber más de lo que le correspondía”. El Cardenal Nicolás de Cusa, entre sus admiradores, el más capaz de comprenderlo, estimó asimismo que todos los espíritus no podían asimilar su doctrina. Sabemos que el proceso de Köln tiene como primeros actores las bajas intrigas y personajes poco recomendables. Algunos textos del Maestro Eckhart han sido desfigurados, varios críticos no dudan en calificarlos de falsos. Sin embargo, la Bula estaba ahí. Promulgada en una sola diócesis, es cierto, y no como un acto de magisterio infalible, pero redactada en fin y sellada por la autoridad del papa.

Sorprende no haber encontrado — y buscando bien entre sus más comprometidos turiferarios se hallará probablemente alguna aserción de este orden — una hermosa antítesis entre el genio germánico representado por Eckhart, condenado en tierra welche por el Papa welche que era Juan XXII 12. Es cierto que en ese país, que debía ser más tarde el de Descartes, el gusto por las discriminaciones y definiciones estrictas no pierde jamás completamente sus derechos.

Se sabe que fue después de Clemente V que los papas permanecieron en Francia (en la ciudad de Aviñón donde aun actualmente se encuentra el “Castillo de los Papas”).

Bertrand du Got, Arzobispo de Burdeos, fue Papa de 1305 a 1314 bajo el nombre de Clemente V y trasladó la Santa Sede a Aviñón y con el fin de complacer a su protector Felipe el Hermoso, Rey de Francia, hizo abolir la Orden de los Templarios. Aparte de ello, no hizo más que seguir las ideas de su predecesor Bonifacio VIII (Cardenal Gaetani) quien excomulgó a Felipe el Hermoso el 3 de Agosto de 1303.

A la muerte de Gregorio XI en 1378, un cardenal italiano fue elegido en Roma bajo el nombre de Urbano VI. En esta época los cardenales franceses no quisieron reconocer esta elección de un nuevo Papa, sucesor de Gregorio XI quien en 1377 había regresado al Vaticano en Roma. Otro Papa fue elegido en Francia bajo el nombre de Clemente VII y ese fue el Gran Cisma. Bajo el reino de Martín V, en 1417, el Gran Cisma fue saneado en el Concilio de Constanza (el mismo que causó la muerte a John Huss), este Concilio logró hacer nombrar un solo Papa quien reunió formalmente a las dos partes, pero espiritualmente pobre, a tal punto que más tarde, en el Concilio de Basilea en 1439 se produjo un nuevo cisma.

Pero, regresemos más bien al nuevo Papa, quien adoptando el nombre de Juan XXIII, se remonta más de cinco siglos para tomar la continuación directa de Juan XXII quien fue precisamente el último Papa de Aviñón.

A este respecto, René Van Gerdinge en un artículo titulado “El destino de Roma”, (aparecido en el diario “El Testigo de la Vida de Cristo” el 7 de Noviembre del 1958) escribe:

Es notable que, unánimemente la Prensa como la iglesia, antes de la elección habían establecido muchos pronósticos y suposiciones sobre la profecía de San Malaquías ampliamente autentificada. Comentando su verdadera significación, explicaremos por qué el nuevo Papa no podía corresponder a la Divisa Pastor et Nauta.

Desde la elección del Cardenal Roncalli, la iglesia se esfuerza en justificar el término de Nauta por la posición marítima de la ciudad de Venecia. Esta predicción parecía mucho más verdadera ya que la definición Pastor Angelicus se encontraba directamente adjunta a continuación de Pastor et Nauta, el Pastor y Piloto. Esta continuación directa de Pastor (hecho absolutamente único en la profecía) parecía hacer comprender una dualidad en la dirección de la cristiandad, tanto más que él único Nauta que figura anteriormente en la profecía, el No. 48 Nauta de Ponte nigro definía a Gregorio XII quien se sitúa en pleno cisma occidental evocando de inmediato a Aviñón.

Pero hay una razón aun más esencial por la cual haciendo alusión al Gran Cisma de Occidente, citamos a Gregorio XII. Es en el momento en el cual reina ese Papa, al inicio del siglo XV, que al mismo tiempo es coronado con la tiara pontificia... Juan XXIII, este Papa pisano, que fue depuesto, más tarde considerado como antipapa YA QUE ESE NOMBRE DEBIA SER RESERVADO PARA HOY !...

Si el nombre de Gregorio XII recuerda Aviñón, así ocurre rigurosamente con aquel de Juan XXIII quien fue papa en Pisa al mismo tiempo que Gregorio XII lo era en Roma y que en Aviñón reinaba Benito XIII.

Pero si el actual pontífice ha debido, por la sola Voluntad de Dios, tomar el nombre de Juan XXIII, el nombre de un papa que fue depuesto como usurpador, hay una razón más profunda aun.

Juan XXIII fue legalmente elegido por una asamblea de cardenales. Si fue luego depuesto y considerado como antipapa, había ya reinado no menos de cinco años seguidos. Sin embargo, desde hace más de cinco siglos este nombre de Juan, que había sido el más frecuentemente adoptado por los papas, se encuentra bloqueado en los últimos recuerdos de un Papa de Aviñón (francés) y de un antipapa del Gran Cisma Occidental, bajo las desinencias XXII y XXIII. ¿Quién debía retomar ese título y en qué momento? Que se lea la explicación que ha quedado siempre secreta, misteriosa, en el ultimo capítulo del evangelio de... JUAN (¿por “coincidencia”?) y repetida dos veces precisamente en los versículos XXII y XXIII... “Si yo quiero que él permanezca hasta que Yo venga ¿que os importa?” Y esas son sus últimas palabras en este evangelio según San Juan.



Noviembre 1958



(Continúa en la próxima publicación)





IMPRENTA MEYERBEER

21, Rue Mayerbeer - NICE

1 En “Los Grandes Maestros del Humanismo Europeo” (Edición Correa, París, 1952).

* N.E.: “Cité ateniense”: literalmente, ciudad ateniense.

2 Compuesto en Niza (Francia) en 1886.

* N.E.: en el original francés: “un autre son de cloche”

3 En “La evolución del misticismo” (París, 1920).

4 Ch. Frisch, Joannis Kepleri Opera Omnia, Erlangen. 1856.(Vol.III, pp. 157, 176-179).

5Materia y Memoria. Ensayo sobre la relación del cuerpo con el espíritu (París. 1896); Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia (París, 1898) y sobre todo la obra bien conocida: La Evolución creadora (París, 1907).

6Ver La intuición bergsoniana, por J. Segond; El Pragmatismo en Bergson, por René Berthelot; El Bergsonismo, o una filosofía de la movilidad, por Julien Benda; M. Bergson, por Jacques Maritain.

* N.E.: Texto faltante en ed. Meyerbeer, ver original francés

7Pragma = raíz griega= “acción” (es también el “buen asunto”). Pragmatikos = Hombre hábil, actuando con una meta interesada. Pragmatica = Sistema interesado. El mundo greco-latino es dualista y “pragmático” al contrario de la ciencia monista y mística del “no pragmatismo” hindú, resumido en el desinterés absoluto pedido por los Upanishads que hacen un imperativo categórico de la renuncia al fruto de la acción. El pensamiento de la India es Apragmático a la inversa de nuestra civilización utilitaria y práctica en Occidente.

8 William James, El Pragmatismo (Pág. 83).

9 Edouard Le Roy, ¿ Qué es un dogma? (Pág. 32).

* N.E.: “Humiliates” en el original francés

10El mallorquí R. LulIe (Raymundo Lullio), como Alberto el Grande y Santo Tomás de Aquino, escribió numerosas obras de astrología, alquimia y magia. Estos místicos, que se encuentran entre los más grandes representantes de la teología católica, son también muy apreciados de los filósofos Hermetistas y sus obras sirven aun hoy día como base de estudio del Ocultismo. Se podrá leer del Maestro Español: Testamentum, Elucidatio Testamenti, Clavicula seu Apertorium, Compendium artis alchimiae, Ars brevi, Ars Magna.

Del maestro alemán: De Alquimia, Philosophorum lapide. Y por el Maestro italiano: De esse et essentia mineraliu,; Liber Lilii Benedict,; Secreta alchimiae magna, Tractatus alchimiae.

11Los años están indicados a veces en fechas dobles porque Rusia empleaba hasta 1343 el calendario llamado romano (inicio del año en el mes de Marzo) y entre 1343 y 1699, el calendario de la Iglesia que hace comenzar el año en septiembre. Por otra parte, las fechas están indicadas en las crónicas antiguas desde la Creación del Mundo (según la concepción judeo-cristiana en 5508 antes de nuestra Era) lo cual impide a menudo un cálculo exacto.

Notemos de paso la fecha simbólica de 1313 que marca el martirio del último Gran Maestro de los Templarios y que por otro lado (lo hemos indicado ya en nuestro folleto XXXI) se cita igualmente 1314 para la muerte del Venerable Jacques de Molay, siguiendo el calendario en uso en Francia en esta época, o siguiendo la fecha trasladada a nuestro calendario actual (ver nuestro libreto sobre « Los Templarios »).

12Juan XXII: Santiago de Euze, nacido en Cahors (Francia meridional) hacia el 1245, elegido en Lyon segundo Papa de Aviñón (1316-1334).